Pablo Martín
Pablo Martín López

En el aula de 4 °C, segunda planta del edificio central, la más próxima a los baños, se desarrollaba la clase de Lengua y Literatura. Uno de los grupos más variopintos del instituto, alumnado procedente de Colombia, Perú, algunos argentinos, otros ecuatorianos, no faltaban los rumanos, también una búlgara, un par de chinos y alguna pequeña muestra de canarios, entre ellos tres conejeros.

En medio de este crisol, don Pedro se afanaba cada mañana en impartir su materia, inculcar valores, en especial el respeto por la diversidad, esbozar sueños, rediseñar la realidad.

Los intereses del alumnado diferían tanto como sus orígenes, aunque buena parte de ellos acudían al centro de enseñanza sin mayor motivación que la de tachar días en el calendario escolar y ante todo socializar, entretenerse, enredarse en el entramado de vidas peculiares, humildes, marcadas. Cumplir los dieciséis e insertarse en el mundo laboral para aportar dinero a la familia representaba la aspiración, quizás el destino, de muchos de ellos.

Silvia se había incorporado al instituto en ese mismo curso. Desde Madrid, su madre, al fin, había podido reclamarla, tres largos, tortuosos años, sobreviviendo en la capital hasta que hubo regularizado su situación.

Compartía un bajo con una prima, los ingresos no les alcanzaban para cubrir el abanico de necesidades; priorizaban el envío mensual a Colombia, casi la mitad de su salario, el de Rosa, para garantizarle una vida mínimamente digna a su familia. Además, pagar el alquiler, alimentarse de ofertas... una vida colmada de estrecheces.

Rosa, la madre de Silvia, siempre había mantenido la esperanza de recuperar a su hija. De sus cuidados se ocupaban sus padres en la patria de García Márquez desde que Rosa había logrado divorciarse de Óscar, aquel joven fantasioso que con el nacimiento de Silvia había decidido pasar al lado oscuro, transitar por atajos para alcanzar con urgencia un nivel de vida muy distante de su realidad. La convivencia de la pareja se había ido deteriorando a pasos agigantados: la ocultación, las mentiras, las ausencias prolongadas de él, las visitas de la policía al domicilio familiar, el carácter cada vez más agrio, violento... empujó a Rosa a regresar a la casa de sus padres con Silvia.

Se apañaron pese a las continuas amenazas de Óscar, resistieron hasta que Rosa apostó por abrirse camino en España. Cicatrices en la espalda, y en el rostro, secuelas de los enfrentamientos con el padre de su hija; cicatrices en el corazón al abandonar a su familia, sobre todo a Silvia. Pese a todo, había evitado crearle una mala imagen de su padre a la niña, terminantemente prohibido hablar de él a sus abuelos si ella no estaba presente. Mentiras piadosas, esperar a que Silvia creciese y afrontara la realidad por sí misma.

En Madrid la recibió Rosa como el regalo más preciado de toda su existencia.

Ya lo venía rumiando desde hacía tiempo, en Lanzarote las condiciones laborales, le habían comentado unas amigas, eran sustancialmente mejores. Con la hija cobró nuevo impulso y volaron a la isla conejera.

Silvia se adaptó con rapidez a la nueva vida: nuevas amistades, nuevos compañeros de clase, nuevas ilusiones y alguna furtiva llamada del padre que la mantenía unida al pasado.

Aquella mañana don Pedro interrumpió la clase para atender a la profesora de guardia. Reclamó esta la presencia del profesor fuera del aula. En unos segundos el rostro de don Pedro cambió por completo. Había que preparar a Silvia para que acudiera al despacho del director, ahí recibiría la noticia.

Mientras la clase resolvía las tareas, vigilada por la profesora de guardia, don Pedro hablaba con Silvia en el pasillo. ¿Cómo preparar a una adolescente para un impacto semejante? ¿Cómo proteger la motivación, los sueños de una persona que estaba luchando con denuedo por un futuro mejor que el de sus padres? ¿Cómo insuflar fuerza a aquella alma marcada desde la infancia?

Lo que pudo, desde el fondo de su corazón, hizo don Pedro. La acompañó hasta la dirección; la puerta abierta, cruce de miradas con el director, invitándole a que pasara él también.

De madrugada han encontrado el cuerpo sin vida de tu padre, al parecer unos disparos... alcanzó a escuchar por teléfono la voz de su madre. Soltó el auricular sobre la mesa. Silencio, solo silencio.