Ángeles Carretero Casar
El sueño
De nuevo me levanté con la garganta seca y una emoción profunda de una reminiscencia que percibo cuando me despierto de este sueño que se repite mucho últimamente. Una vez más, esa visión me absorbe toda la energía de mi nuevo día. Me levanté y fui a por un vaso de agua para refrescar mi garganta dolorida.
Ese sueño trota por mi mente: “estaba cabalgando en una pradera donde hay miles de flores silvestres cuyos aromas se mezclan y crean delicadas fragancias. Veo unos ojos celestes y brillantes y de pronto todo se vuelve negro”.
Después de beber agua, hago café y me siento como cada día, frente a la ventana cuyas vistas dan a una calle abarrotada de gente anónima, me gusta observarlas para imaginarme historias. Ha vuelto, también, el vacío aterrador que me envuelve como una nube borrascosa. Intento comprender el sueño y la imagen de esos ojos celestes me hacen imaginar tibios atardeceres y sentir escalofríos. Estoy cansada. Vuelvo a la cama y me duermo.
“Este sueño ha sido reparador, me siento ligera y contenta", miro mis manos y de pronto, todo volvió…
Cabalgábamos por unos prados de dulces aromas, veloces, felices… Mi caballo se llama “Veloz” por ser muy rápido y el de Umi, “Chocolate” por su color. Nos gusta cabalgar juntos e ir veloces para sentir la fuerza del viento. Hoy es mi cumpleaños y Umi, mi amigo y compañero, antes de montar me entregó un precioso anillo con una turquesa para sellar el suave latido de nuestros corazones. Iba a ser un día muy especial. Cabalgábamos rápidos, felices y de pronto caímos en una zanja, Umi se fue y yo quedé gravemente herida en la cabeza, perdiendo mi memoria hasta este instante, sin embargo, mi existencia fue robótica, opaca porque nunca pude remontar la sima de mi alma de ese vacío que dejó Umi.
Ver y tocar el anillo me devolvió esos ojos celestes y brillantes que tanto había echado de menos, me miraron sonrientes y con profunda ternura cogió mi mano para llevarme a cabalgar al valle de las fragancias estelares. Umi ha regresado y el vacío desapareció al llenar de amor el profundo abismo de mi alma”.
Autor: Félix Luis
El viaje
El mar no estaba tranquilo, pero la marejada tampoco se manifestaba demasiado fuerte. Lo peor era que el motor se había parado.
—Alcanza la garrafa de gasolina —me pidió el que parecía que estaba encargado de llevarnos a nuestro destino.
—Aquí la tienes, pero apenas tiene —le dije sacudiendo el último bidón que quedaba, escuchando el chacoleo del poco líquido que contenía. Vertió el contenido en el pequeño y débil fuera borda, consiguió arrancarlo, aunque se paró al par de minutos. El carburante se había gastado, por las vueltas, sin rumbo claro, que habíamos dado; pero creo que aun sin equivocarnos, el combustible no habría dado para alcanzar nuestro objetivo.
De pronto se hizo el silencio, el Atlántico creció de golpe al tiempo que nosotros nos mermábamos y nuestras almas se encogían. El olor a mar nos inundaba y todos deseábamos que esa fuera la única inundación, ya que llevábamos horas achicando agua con un pequeño cazo que iba pasando de mano en mano.
El Sol no dejaba de descargar su furia ultravioleta sobre todos nosotros. Dentro de unas horas ese fuego se cambiaría por la fría brisa de la noche oceánica. La barca cada vez se movía más y más. El olor a mar se combinaba con el nauseabundo de las potas de más de uno que no era muy marinero.
—¡Cabrones! —dijo alguien que estaba en la proa, mirando al que estaba sentado en la popa al lado del motor— Sacarnos el dinero era el único objetivo. ¡Les importa una mierda si llegamos o no llegamos a Canarias! —Se levantó con intención de lanzarlo al agua. Pero entre tres o cuatro lo pudimos frenar.
—Yo no tengo la culpa, ni soy uno de ellos, solo me dijeron que si yo llevaba el timón me harían un descuento en el precio —dijo el de la popa.
Las horas iban avanzando y nosotros navegábamos sin rumbo, arrastrados por una corriente de la que desconocíamos cuál era su meta. El aire gélido de la noche se metía hasta los huesos, el agua potable se estaba terminando y para comer solo quedaban unos paquetes de galletas insuficientes para todos.
Una de las pasajeras comenzó a gritar. Sus chillidos sobrepasaban el sonido de las olas contra la vieja madera de la patera y pronto nos dimos cuenta de que estaba de parto. Íbamos a tener que asistir a un alumbramiento a la luz de la luna llena que había esa noche.
—¿Alguien es enfermero o enfermera o tiene experiencia en ayudar a parir?, —pregunté casi con miedo a que la respuesta fuese negativa…, pero así fue.
Ella, senegalesa, con una constitución fuerte y él un atlante (por llamarlo de una forma relacionada con su lugar de nacimiento) lo hicieron solitos. Nosotros cogimos al neonato, se lo colocamos encima de la madre, nos quitamos un par de anoraks para cubrir al niño, y que no le diera hipotermia, y se cumplió el dicho de que los niños cuando nacen traen un pan debajo del brazo. Una fuerte luz se dirigió hacia nosotros: era un barco de Salvamento Marítimo.
Autora: Cande Rguez.
Dos visiones
Una mirada.
Cada vez que él cruza ante mí, con el andar lento de sus pasos y recorre toda la estancia, me entra una congoja por dentro que no puedo evitar estremecerme.
Yo, sentada desde muy temprano, costumbre de años en el trabajo, le observo. Qué joven era antes, parecía que se comía el mundo. ¡Dios mío! El tiempo transcurre delante de mí con rapidez, como una película de época. La vejez que acontece sin remedio, y lo que es peor, a mí también.
Otra forma de mirar.
Hoy lo he visto pasar. Iba tranquilo, ya no tiene prisa, no tiene por qué.
Yo sonrío para mis adentros. No me queda mucho para verme como él.
Qué sabiduría debe llevar esos pasos, ese cabello blanco, esa mirada esperanzadora ante la inminente jubilación. Tampoco son tantos años, unos pocos más que los míos, pero yo aquí sentada me parece una bonita película y el tema no podía ser otro que la vida misma.