Las aguas del río fluyen formando parte de un todo, cataratas, lagos, mares…, nos hablan y nos cuentan bonitas historias si sabemos escuchar.
Esta es la historia de un hombre que vivía en la ribera de un río, rodeado de altas montañas de cumbres nevadas. Su cara estaba bronceada por el sol, marcada por arrugas de felicidad y sabiduría y sus ojos brillaban con mirada clara y serena.
Lo conocían como el “barquero del silencio” por sus parcas palabras, ya que prefería escuchar a hablar, pero sus ojos reían cuando contemplaban a las personas que buscaban su compañía para que las llevase a la otra orilla. Personas variopintas y cada una de ellas con historias singulares, con sueños por realizar o desengaños guardados en el corazón de la tristeza.
El barquero se sentía libre como el viento y amaba ese río; en sus aguas podía oír esa risa que le devolvía momentos felices de amor y ternura compartidos con su amada, que, aunque se había ido, su risa quedó reflejada en el agua, dibujando para siempre esa sonrisa en su cara arrugada y en sus ojos de mirada clara.
Como era habitual, el barquero estaba sentado en la orilla del río. -Hoy va a caer una gran tromba de agua- pensaba mientras miraba al cielo cubierto de negros nubarrones. En ese momento apareció un hombre de mirada altiva. Pidió al barquero que lo llevara a la otra orilla. El barquero le dijo que era mejor esperar, ya que la tormenta estaba a punto de descargar; pero el hombre dijo que no quería esperar. Salieron en la barca y a los pocos metros, la tromba de agua cayó con tal fuerza que tuvieron que regresar. El barquero le ofreció su humilde cabaña hasta que escampara. El señor aceptó con mala cara y el barquero sonriendo le condujo a su humilde morada.
Choza austera, pulcra y ordenada. Mientras tomaban café, el hombre le contó su maravillosa vida, de viajes a través del mundo, de reuniones y de hoteles de lujo. En un silencio entre las frases dichas, pensó: “pobre hombre, vaya vida más triste y solitaria". El barquero lo escuchaba con atención, con ojos serenos y sonrientes.
El hombre siguió con su monólogo y cada vez se sentía más orgulloso de su vida, cuando de pronto, el barquero le preguntó para iniciar una conversación: ¿Tienes familia?, -no tengo tiempo- respondió; ¿Tienes amigos? -Tengo muchos clientes-. ¿Qué haces en tus ratos libres? -Soy un hombre de negocios muy ocupado, no tengo tiempo para ratos libres. Mi vida es el trabajo-. Su cara transmitía la extrañeza por estas preguntas y ante el silencio del barquero, se puso a observar la pequeña choza pulcra y ordenada y, entonces, oyó el canto de la lluvia al caer; por primera vez en su vida, sintió recogimiento y deleite ante tal armonía y belleza.
El barquero le comentó: “tienes una vida ajetreada que conlleva una soledad impuesta. Tanta gente anónima a tu alrededor que como fantasmas van y vienen sin dejar huella. Es triste que te pierdas el amor, que no puedas sentir el abrazo cálido, que no puedas oír la risa o compartir momentos dulces e íntimos con el ser amado”. El hombre lo miró con cara de perplejidad y pensó: “¡este barquero no comprende nada… mi vida es maravillosa!”.
El barquero sonriendo le dijo: “no todo es trabajo y huida, debes conocerte y así encontrarás el camino de tu vida”. Escampó y el barquero lo llevó a la otra orilla, allí se despidieron con un adiós.
Un año más tarde, mientras el barquero estaba en la orilla del río oyendo la risa de su amada en el agua, apareció el hombre de mirada altiva, esta vez, acompañado de una mujer a la que adoraba. “Solo he venido a darte las gracias por aquella taza de café que cambió mi vida”.
“La vida no es lo que tenemos, la vida es lo que sentimos; si buscamos la paz y la verdad las encontraremos, si buscamos el egoísmo y la violencia los encontraremos. Únicamente de nosotros depende la elección. Todos llevamos el universo de la dicha en nuestro corazón”, le contestó el barquero con una sonrisa.