Amada mamá:
Recuerdo que brillabas entre la multitud, eras soñadora, trabajadora, inteligente, fuerte y sobre
todo madre, mi madre...
Todavía hoy intento encontrar las respuestas a todas las preguntas que se agolparon en mi
mente el día que tus respuestas comenzaron a ser incoherentes, tus llamadas de teléfono
agónicas, tus silencios demasiados largos...
Aquel largo viaje solo acababa de empezar y yo no estaba preparada, menos mi pequeña que
sintió como su abuela se transformaba en una persona que le era cada día más desconocida.
Tus ojos me miraban pero no me veían, pues tu mente viajaba en busca de un pasado que
para ti se hacía cada vez más presente, relegando este al olvido de una memoria que nos
sacaba de tu vida poco a poco.
Coger tus manos me dolía, dirigir tus pasos me dolía, asearte me dolía, hablarte sin obtener
respuesta me dolía...
Pero un día comprendí que solo el amor podía vencer el dolor y las lágrimas; la aceptación de
tu enfermedad me ayudó a continuar adelante y aprendí a conocerte de nuevo. Mi madre me
necesitaba y en su larga enfermedad tenía que estar a su lado, fuerte, implacable.
Y ante mis ojos volviste a ser niña, a jugar con el viento, a bailar sin música, a tocar las nubes...
Y tu maravillosa sonrisa me enamoraba cada día, manteniendo mi escudo bien alto.
Por ti rompí las reglas de la aceptación y luché contra todos los que desconocían, de forma
voluntaria o involuntaria, lo que te ocurría. Para mí no tenían fundamento alguno que los
eximiera de sus continuos veredictos erróneos y con eso desgraciadamente tuvimos que
batallar mil veces.
En los hospitales, donde las sabanas blancas se mezclaban con gasas en las muñecas que
impedían tu movilidad, incomoda para ellos.
En los ingresos de unas urgencias frías, donde reclamaban nuestra atención después de
negarnos el poder acompañarte.
Escuchar las frases absurdas o las conclusiones inapropiadas que propios y extraños nos
regalaban gratuitamente, sin importarles el daño que hacían.
Cosas simples, solo palabras, pero que en esos momentos eran como dagas que se clavaban
en un corazón partido en mil pedazos.
Y llego el día que tus pies no pudieron dar un paso más y tus manos, cerradas al mundo, no se
alzaron nunca más al cielo azul. La inmovilidad dominó todo tu cuerpo y con ella te convertiste
en la reina de tu trono, que te acompañó hasta el final, tu silla de ruedas.
Se que tropecé muchas veces, pero no sabía hacerlo mejor, nadie me enseñó a vivir la perdida
en vida de la mujer que me trajo al mundo.
Y en el egoísmo no quería que te fueras, pero en tus continuas recaídas pedía tu descanso. La
cruel realidad del desear retener lo que ya no está contigo.
Y al final, llegó el final real y una hermosa mañana descansaste. Contemplando los rayos de sol
que bañaban tu habitación, te fuiste de la mano de tus padres a un lugar donde volverías a ser
tú, la mujer más maravillosa que he conocido.
Persistí tanto en ayudarte que me quedé en el camino, sin lograr alcanzar la luz que se perdía
en la oscuridad en la que te fuiste perdiendo.
Dedicado a mi madre que no le ganó la batalla al Alzheimer.