“Oportunidades” parece una palabra vacía, un comodín que se coloca cuando no se sabe muy bien qué decir, una etiqueta que en realidad no cuelga de ninguna camisa y termina botada en la acera, medio deshecha: cuando la invocas (deseando tener algo, algo), igual no sabes muy bien a qué te estás refiriendo; igual te sientes un poco como cuando dices tengo hambre pero en tu cabeza no aparece ningún plato, ni el potaje de tu abuela ni una hamburguesa con medio plátano frito dentro, solo un hueco que te pica y te hace pedir. Si pienso en mis oportunidades, no en mí buscándolas sino en las cosas que de verdad me han sido dadas y me han permitido escribir, me doy cuenta de que esa imposibilidad de comunicar tiene, en realidad, muchísimo sentido: hasta que las recibí, no podía saber lo que quería. Lo que necesitaba. Que había algo que necesitar.
Me explico: empezar a escribir, creo, no es difícil. Al principio es un juego, un ritual tan íntimo que parece no existir, y, aunque lo haces durante horas y horas, no te lo tomas en serio: yo, por ejemplo, no sabía que se podía ser escritora. Sí sabía que existían las escritoras, claro, pero no sabía que alguien que estaba donde yo estaba y que hacía lo que yo hacía y que era como yo era podía dedicarse a ello; lo descubrí bastante más tarde. Gracias a oportunidades (no pinchazo, sino cosas que sucedieron) que ignoraba que iba a tener. No estoy hablando solo de oportunidades de publicación o de espacios para que nuestro trabajo sea percibido: también me refiero a oportunidades para la creación de redes que nos permitan establecer un diálogo activo con compañeras y compañeros de nuestra generación y de otras generaciones. Para escribir acompañadas y escribir acompañando. Para recibir apoyo para la autogestión de proyectos, para la formación, la visibilidad y la capacidad de agencia. Para el trabajo y la generación de comunidad. Para la difusión y la crítica. El peso de trazar por dónde van esas oportunidades, me parece, está más en quien puede darlas que en quien, por no haberlas recibido, no tiene ni idea de que son posibles. Yo no sabía que podía ser escritora, y quizá se debía a la falta de difusión de la obra de personas que me podían servir de referentes más allá de los núcleos urbanos, entre otras cosas.
Generar oportunidades para las escritoras y los escritores jóvenes, o para cualquier persona que comience a escribir, no es solo, por lo tanto, permitir publicar a quien ya sabe que quiere hacerlo. También es convertir la cultura en un espacio abierto, accesible, al que no se entre solo a través de unas redes afectivas que, la mayoría de las veces, están blindadas. Las instituciones, los medios de comunicación, las asociaciones como ACTE y el resto de agentes culturales son, de hecho, la puerta, y en ellas recae la responsabilidad de encontrar una definición para ese término cuya vaguedad es tan importante.