Alma deseaba escribir el libro de sus sueños, derrochar palabras bellas y contar en él los entresijos de su mente, pero no sabía con certeza si eran quimeras o historias reales vividas con anterioridad. Cuando paseaba por el parque le gustaba contemplar los árboles y enumeraba los diferentes ejemplares. Observaba los que florecían y las distintas tonalidades de verdes. También se fijaba en los anillos de los troncos porque le habían contado que cada aro era un año. Se sentó a descansar sobre un banco de piedra que había en un lateral del paseo, el que estaba más poblado de árboles, y, se concentró en uno muy florido. Miró al cielo y se quedó ensimismada mezclada en un resplandor entre las ramas que la cargaron de energía viva e iluminaron sus ojos verde pálido, ¡qué bonito le pareció! y, deseó plasmar aquellos instantes de estaxis, pero no le salían las palabras exactas de lo que quería decir. Buscó en el bolso, raído por el tiempo, un trozo de papel blanco y un lápiz, y comenzó a trazar letras y a llenar el espacio en blanco. Imaginaba que acabaría en la papelera que tenía cerca, o que lo almacenaría en el bolso y allí quedaría olvidado como hacía con algunos recortes de papel que a veces escribía y guardaba sin sentido alguno. De vez en cuando miraba hacia la luminiscencia y se recreaba en la floración, de tonos tornasolados, irradiada por el sol de la mañana de abril, de aquellos árboles gigantes que daban sombra en el recinto. Pensó en el papel y en el lápiz que estaba usando, como hijos de ellos y sintió un leve estremecimiento. Entonces sintió un enorme agradecimiento y se felicitó por poder expresar con sus letras el inmenso amor a los árboles, al papel y a los libros.