Campo-Canarias
Quintín Alonso Méndez
Quintín Alonso Méndez

Poema 11

Soy aldeano porque nací en aldea.

Una costa de roca negra,

un campo fértil

regado de pájaros

y amapolas.

Una tristeza como posadas mariposas 

en el despojo

 

Poema 14

Me alimentan las debilidades; 

las fortalezas, mis incontables y frondosas fortalezas,

tantas como días tengo, de donde se ausentan el eucalipto,

la caña de azúcar, el tomatero, la plantación de algodón, 

el aguacero por las calles empedradas, viejas en su olvido,

que nadie las vea, 

las escondo en lo más escondido, adonde ni yo ni el espejo llegamos.

En realidad las dejo de lado, ni me pertenecen ni me pertenecieron, 

eran alas prestadas.

Me quedo con lo débil, con lo que cada vez se asemeja más a mí. 

Se agoniza en el suelo, donde mismo sin vivir se vive.

Así fue todo lo importante: débil. Ninguna fortaleza quiso sostenerme,

ni la ajena lejana ni la propia olvidadiza, temerosa de la cultura impuesta.

Me abandonó la luz porque la luz no soporta la sombra en los tejados.

Solo el destello ilumina, alumbra, guía, 

con paciencia asesina me devora la oscuridad. 

Sentado ante el atardecer, dejo que me lleven los silencios más siderales,

los de tu mirada que imagino 



Poema 15

Escribo lecturas lentas mientras el mundo se rebosa en prisas,

el efecto de la imagen es un continuo camino hacia atrás,

como la de un tren atravesando el bosque.

La escritura camina para acercarse, la lectura separa los mundos,

los aleja. 

No quiere la razón que la lectura la roce, se envenene

y sea invadida por los sentidos: pasaría a formar parte del paisaje,

no del tiempo.

El leer no renuncia a la ausencia de pensamiento, solo es pausa, confirmación;

escribir es un desangrarse en el paisaje.

La lectura se alimenta, la escritura se vierte



Poema 29.

Adiós compadre, adiós viejo carro de madera,

con el perro azabache encaramado en el lomo de ramas y yerba,

el saco al hombro con la hoz y la azada; 

el hombre tira del carro con su sombrero negro y un palo de morera,

quizás llueva en la noche, pero el sol del mediodía picotea y muerde,

o quizás sea lluvia diurna haciendo grietas en la tierra

y espesura de humedades secas en la noche cierta,

pero en cada partida y en cada regreso está el pequeño bar de la venta, 

el mostrador de hojalata, la cachimba, los chochos, las moscas, 

las pastillas de limón o menta, el prodigio del aire, 

néctar transparente destilado del fuego más primario,

tiempo de coger y recuperar fuerzas, 

de hacer con el ron, la parra y la caña un pacto de olvido

para que los días no hundan con la oscuridad

ni amenacen con el amanecer oscurecido. 

Es cuando entonces las risas son pájaros adolescentes, y las voces gruesas,

alborotadoras como infancias presentes, se liberan de las cadenas, 

el cuerpo se quita el cansancio de encima, lo apoya en la puerta,

y se trasiega el ron, el vino, la cerveza,

aletea la ebria esperanza, 

luego la estrecha vereda bordeando el barranco por donde se riscan los sueños

y que lleva a la lasciva cama con su colchón de hojas secas de las piñas de millo,

cobijo donde las manos, antes del sueño, son la caricia de la madre.

Adiós, viejo carro de madera, herencia del carro de verga, de la rama del hinojo,

de  la niñez que trepaba árboles en busca de la fruta de la luz, del mañana

 

Poema 37

Aquellas noches, pasada la medianoche

con madre en la cocina, las garbanzas en remojo,

pelando papas, descuerando arvejas,

desenvainando habichuelas, hirviendo el potaje,

hablando de otros mundos, haciendo cuentas, 

un frío del infierno, seco, callado, que no pertenecía al tiempo

 

Poema 47

Te propongo la tristeza sentados en la cálida tarde bajo el parral, 

te propongo el sabor a uva de la tristeza, 

su aura violácea de esfera perfecta reventando dentro de la boca

como estallido de dos sexos invadiéndose en el incendio de la humedad,

te propongo así la calma, la languidez, la certeza de un paisaje inalcanzable,

de manos entrelazándose como ramas construyendo el nido de la noche,

te propongo esa tristeza que se desgrana en lentas gotas de estancia

mientras los silencios abren más que nunca las fosas de los pensamientos,

algo así como estarnos y sabernos en la distancia del acto del beso,

renaciendo de las cenizas, 

como el libro de la aldea de entre las ruinas

En un futuro ya sin memoria, desaparecidas las aldeas,

exterminadas del todo,

¿te atreverías a leer en descolorido papel arrugado? 

 

Poema 53

¿Qué es una aldea?

Un conjunto vacío

formado por infinitos subconjuntos vacíos,

respondió el niño en la escuela,

mojando la punta del lápiz entre los labios,

los pies descalzos,

los puños apretados del alma,

afilando el arma

 

Poema 79

Cuando el abandonado viene  a visitarme

-cada vez son más largas sus estancias,

lúgubre, resacosa caminata bordeando los abismos,

y más cortas y espaciadas sus fiebres de soñador

falsamente pretendiendo volar para así falsamente alejarse-, 

último refugio que le queda, 

algo más acá del abismo del acantilado,

realizamos a menudo largas excursiones por la ruinas;

ahí los recuerdos tienen vida propia, como en los poemas,

aunque asemejan milenarias y derroídas estatuas de piedra 

expuestas en un museo abandonado y clandestino.

Si acaso nos decimos de vez en cuando 

alguna frase suelta que no viene al caso,

como probando si la voz es capaz de pronunciarse, 

de romper la telaraña de cristal, de multiversos, que tiene atrapado al aire, 

quizás probando al tiempo, quizás a nosotros mismos,

quizás a las palabras que nunca van a decirse en ninguna parte.

Caminando entre pajullos sobre la tierra seca agrietada por el abandono,

me dice la mala buena, «ya no habrá más regresos, es momento de quedarse».

Un asomo de musgo, pequeño montículo de Venus, brilla en la sombra

 

(De La suerte del aldeano sin publicar) Quintín Alonso Méndez