Zapatillas
Luis Alberto Serrano
Luis Alberto Serrano

Mis zapatillas

 

         Ese día, como todos los días del mundo, me levanté con más sueño del que tenía al acostarme. Entre eso y el frío, hice el desayuno encogido de cuerpo y congelado de pensamientos. Ni el café ardiendo hizo que entrara en calor. Me ducho por la noche porque, por la mañana, no tendría valor. Ya van viendo que a friolero me ganan pocos. Tras el rápido tentempié, cogí el maletín y me dirigí a la oficina. Llevaba caminado diez minutos cuando me di cuenta de que no me había puesto los zapatos. Dios mío, ¡qué vergüenza! ¿Y ahora qué hago? Si me doy la vuelta hacia casa, entraré tarde a trabajar. Bueno, un día es un día, tampoco es para tanto. Paré en la calle y me dispuse a avisar de que llegaría con unos minutos de retraso. Pero, en lo que estaba marcando el teléfono de mi jefa oí una voz que gritaba mi nombre. “¡Alfredo! Macho, ¡Cuánto tiempo!”. No me lo podía creer. Mi maestro de publicidad al que hacía más de 20 años que no veía venía con los brazos abiertos para darme un abrazo que se me antojó inesperado. No sabía que me tuviera en tanta estima. No fui de sus mejores alumnos, recordé.

          Tras cinco minutos de conversación, nos emplazamos para comer un día. Había oído de mis logros con las campañas de televisión de una conocida marca de electrodomésticos y tanteó la posibilidad de me fuera a trabajar a su agencia. Doble sueldo y libertad creativa. Era como un sueño del que me sacó la llamada de mi jefa al teléfono. Quería saber si me había pasado algo. De repente, me vi fantaseando con que no la volvería a ver más. Le dije que ya iba, que le contaría y me despedí de mi futuro nuevo jefe con otro abrazo. Esté, más interesado que afectivo, porque ya había decidido fichar con él desde el momento en que me haga la propuesta formalmente delante de un contrato.

          Para celebrarlo, decidí seguir camino e ir a la oficina en zapatillas. Ya, mi reputación en ella, no era importante. Al llegar al edificio de despachos vi que Sonia, de recursos humanos, iba a subirse en el ascensor. Corrí para que me diera tiempo de montarme con ella. Su olor y, sobre todo, su voz me tenía cautivo de pensamientos que no voy a relatar. Al entrar, me sonrió y me lanzó un “míster puntual, llegando tarde. Espero que la chica lo mereciera”. Cuando le contesté que no había chica me indicó un restaurante coreano al que no quería ir sola. Casi tartamudeando me ofrecí a invitarla. Se abrió la puerta de su piso y salió con un sensual “mañana, a las ocho”. No me lo podía creer.

          Ese día ya no tenía frio. Al llegar, pensando en la charla que me iba a echar la jefa por la tardanza, aluciné de nuevo. Segundo abrazo del día. ¿Qué estaba pasando? Las ventas de la empresa a la que yo dirigía los spots había triplicado las ventas ese año y nos habían duplicado los presupuestos para las nuevas estrategias de marketing. Me alegré, aunque sabía que ese aumento lo aprovecharía otro. Yo ya no cabía en mi mismo. Me fui a mi despacho y me senté, intentando asimilar lo que estaba pasando. Fue mi becaria, al entrar a felicitarme, la que reparó en que estaba en zapatillas de andar por casa. Con la confianza en su discreción le conté todo lo que me había pasado. Y, cariacontecida y supersticiosa como era ella, me interpeló que a lo mejor eran las zapatillas que me estaban dando suerte. “Sí, claro, luego voy a comprar un billete de lotería con ellas puestas”, le contesté. Nos reímos.

          Al día siguiente me levanté con los pensamientos congelados, como siempre, pero me hice una pregunta en un momento de clarividencia: ¿y si vuelvo a la oficina con las zapatillas de nuevo? Puede ser divertido. Lo hice y lo disfruté. Ese día, de camino, compré la lotería, por si acaso, me repararon la impresora que llevaba un mes reclamando a los de mantenimiento, me llegó el libro que esperaba para el regalo de mi madre y que pensé que lo haría después de su cumpleaños, en mi mesa había una nota de Sonia que decía: “no hagas planes para después de nuestra cena coreana” y, lo que más me sorprendió, mi becaria había venido a trabajar en zapatillas también.

          Me agarró y me hizo sentar de un empujón. Detalló en contarme que esa mañana su casero le dijo que le pintaría la casa, que su hermano había encontrado trabajo, por fin, y que la jefa le había asignado la cuenta de una empresa pequeñita; pero era la primera vez que lo haría como creativa responsable. “¿Las zapatillas?”, le dije. Me contestó con un gesto inequívoco. Estaba intentando convencerla de que todo era fruto de la casualidad cuando entró la jefa y se dio cuenta de nuestros atuendos. Preguntó y le contestamos. Se rio de nosotros, me informó que pronto tendría otra becaria nueva y se fue.

          Al día siguiente, desperté acompañado y sin frio. Ella se trajo sus zapatillas de casa y fuimos juntos a la oficina, sin importar el “qué dirán” y, al llegar, vimos que más de a mitad del personal de la agencia había ido a trabajar con zapatillas caseras. No me lo podía creer. ¿En serio que la gente cree en estas cosas? Dos semanas se tardó en que toda la agencia fuera a trabajar en pantuflas. Pero no hay que negar que mi vida había dado un giro desde que tuve ese feliz despiste. Mi chica, que ya la llamo así, se muda a vivir conmigo, me tocó un pizco de lotería con el que nos vamos a ir a París a dar un paseo y de hoy no pasa que me reúna con mi jefa para decirle que he firmado un contrato con otra agencia. Para asimilar los hechos, me senté a ver a todos caminar por la oficina. Ni un zapato, ni unas deportivas. Y yo, allí de pie, que me dio por pensar: ¡cuántas religiones no habrán empezado así de “casuales”!

 

Luis Alberto Serrano
luisalbertoserano.wordpress.com
@luisalserrano @MiPropiaLuna