TENTATIVAS DE INMERSIÓN
(Sobre A instancias del agua de Isabel Expósito, Pre-Textos, 2022)
Por Antonio López Ortega
En el vasto campo de la poesía contemporánea, ya se hace difícil hablar de una poesía temática. Afirmar que he escrito un poema de amor, o existencial, o doméstico, o épico, son pistas débiles para describir la experiencia poética, para nombrar lo que realmente ocurre en ese misterioso espacio de la transmutación poética. La poesía es fondo, sí, pero también forma, o mejor dicho, una enigmática alianza entro lo uno y la otra. Pero también la poesía es música, cadencia, ritmo, quiebre, salto, respiración, ahogo, ruido y mudez. Todo eso, o más o menos que eso. En el fondo, cabe preguntarnos, ¿no será una experiencia de lenguaje? Un gran lingüista del siglo XX, Roman Jakobson, se atrevió a definir unas siete funciones del lenguaje. La hay para preguntar, para llamar, para pensar (¿o es que podríamos pensar sin palabras?. Pero en esa enumeración a Jakobson se le hizo imperativo pensar en una llamada ‘función poética’, esto es, en aquella en la que el lenguaje se debe a sí mismo. Era su manera, creo, de buscarle un refugio a un género que se fue desvistiendo durante siglos hasta lograr su esencialidad: se desprendió de la música, aunque hoy sea intrínseca; se desprendió de la rima, aunque hoy sigamos oyendo los ecos; se desprendió de los temas, aunque hoy los sigamos intuyendo. Esa vocación de irse deslastrando no es abandono, sino más bien voluntad de insistir en el ser. O, dicho de otra manera: la poesía nunca es llegada o destino; la poesía es más bien ensayo o aproximación.
Un poema de Gonzalo Rojas, de título Para órgano, intenta describir, casualmente, el acto físico de escribir. Hay un momento en que, viendo la mano que escribe, la define como un telar, es decir, como el artefacto desde el que se desprenden los hilos, sí, pero también la escritura, las frases. Y más adelante, casi al final, al ver el dorso de la mano en acto de escribir, precisamente describe los dedos que se mueven sobre la página con estas palabras: “cinco virtudes áureas”. Lo que ocurre de inmediato es que, en vez de ver la escritura, el lector fantasea sobre esa magnífica metáfora de las “virtudes áureas”, pensando o más bien sintiendo que podría ser cualquier cosa menos los dedos. En ese específico momento en el que el milagro poético opera, nos damos cuenta de que no hay materialidad sino sencillamente palabras que juntas forman una alquimia expresiva. Una situación similar ocurre con el poema Nombres del maestro Rafael Cadenas. Al comienzo vemos tan sólo una seguidilla de palabras inconexas, casi tiradas desordenadamente en la página, que poco a poco comienzan a atraerse como buscando conexión o sentido. No es sino al final que logramos recomponer la escena: un hombre de “apartamento solo” se ha levantado, afeitado y desayunado para encarar, cito, “el musgo de los días”. Sirvan estos dos ejemplos de Rojas y Cadenas para entender los procedimientos de los que se vale la poesía contemporánea para ser lo que es. Quien no lo entienda, me temo, vive en otras edades sin saberlo.
No recuerdo el día en que leí el primer poema de Isabel Expósito, pero sí la frase que pasó relampagueante por mi mente. Me dije: “esta es una poesía del lenguaje”. El nivel de abstracción, cierto código críptico, los versos danzantes en la página, el uso del paréntesis para revelar el deseo más oculto, el ritmo que permite la lectura en voz alta, todos estos elementos y más constituían una poesía personal, reflexiva, pausada, meditativa, inquisitiva, además de armoniosa y hermosamente escrita. No hay una faz en su poesía que no tenga un trasfondo: la gota que cae en la superficie siempre tendrá un eco en lo más hondo del pozo. Las apariencias siempre cuentan con un trasfondo, el sentimiento con un ancla, la voz con un susurro. Nunca se trata de inmediatez, sino más bien de correspondencia. Una poesía de contrapunto, donde el soliloquio se aparta para buscar un diálogo, aunque sea el de su voz doblegada. ¿Sus temas? Posiblemente ninguno (como buena poeta contemporánea). En todo caso, su poesía adivina el tema hacia el verso final: como si lo estuviera adivinando, paladeando, mientras el poema se hace y se congela. Sus textos nunca son un hallazgo sino un punto de llegada, una desembocadura.
Me he preguntado a veces por las lecturas, las influencias, las lecciones recibidas, de Isabel Expósito, y al respecto las respuestas no son claras, quizás porque su proceso de escritura es muy secreto, muy íntimo, al punto de que, a veces, es más lo que borra que lo que agrega. La poesía por reducción, se entiende, que no por exceso. ¿De dónde viene su reflexión poética, la hondura de su voz, su contemporaneidad a toda prueba? Es difícil adivinarlo, pero yo especularía en torno a un influjo que, a falta de mejor nombre, llamaría “su pasado venezolano”. Porque Isabel, si bien herreña, en su tierna juventud y aún más, no sólo vivió en la octava isla, sino que estuvo flanqueada por los milenarios ríos del macizo guayanés, léanse el Orinoco o el Caroní, como también por los kilométricos saltos de agua, como el Churún-Merú (mejor conocido como Salto Ángel) o el Aponwao. Como se verá, agua por todas partes, agua como agente conductor, agua como origen de la vida, agua como sustrato donde toda la materia se disuelve. Y aquí especulo: ¿será que su poesía vive a instancias del agua, crece a instancias del agua, se fagocita a instancias del agua?
Valga decir que, en cuanto a influencias, la poesía de Isabel Expósito está mucho más cerca de la poesía hispanoamericana que de la peninsular. Su lenguaje, su entonación, su vocabulario, el sentido de despojamiento, la hermanan más con las poetas de su generación. Esa filiación sureña también la ha llevado a ver hacia el norte, hacia poetas americanas como Sharon Olds o Sylvia Plath, quizás por reconocer voces mayores que son afines.
Este librillo de setenta páginas, publicado por la prestigiosa editorial Pre-Textos, me parece que pone justamente en el mapa a una poeta que, no siendo desconocida, merece sin embargo un reconocimiento mayor. Su voz honda, singular, extrae siempre de las entrañas breves dosis de luz, quizás no para que todo el panorama se revele, porque a esas alturas no aspira, pero sí para que veamos el comienzo de una senda en la que ya hay atisbos de significación: el poema que se va armando, intuyendo, soldando, entre palabras que serán siempre muletillas en pos de la revelación. “A fondo, memoria mía, para que no extravíes en la estación final ni un átomo en las cuentas de la angustiosa cosecha” Estas líneas del gran maestro venezolano Juan Sánchez Peláez, estoy seguro, también podrían ser las de Isabel Expósito.
Publicado en la sección literaria "El perseguidor" de Diario de Avisos (30/04/2023)