Con toda seguridad, temes a la fiera, a alguna (a varias, acaso) de las tantas que amenazan nuestra existencia, incluso en esta isla de Lotavia. Es seguro que cultivas diversas obsesiones y una de ellas consiste en permanecer alerta al lugar y al momento en los que pueda surgir la fiera que te ataque: un perro espantado y rabioso mientras aguardas un taxi en un cruce de calles de San José; unas belicosas avispas que han construido su panal en el alpendre donde guardas los aperos de tu jardín; incluso una seta que camufla su ponzoña con falaz apariencia… Estas son las escasas pero temibles fieras que se te ocurre que por acá te podrían agredir.
Pero vas más allá en tu aprensión, porque acaso la que te ataque sea una fiera, digamos, urbana: un coche que te atropelle al cruzar una de las avenidas de Lotra, el garfio de una grúa desatado por la ventolera en la punta del muelle; una esquirla desprendida de la cúpula de un centro comercial…
Tal vez la concibes como una fiera metafórica: un risco que planea sobre ti como un guirre sobre la carroña, un incendio obstinado, una repentina ola, un precipicio oculto, la erupción de un volcán…
O, incluso, una fiera psicológica: una ruptura sentimental, el paro, un asalto violento en la calle o en tu propia casa, una enfermedad grave, la súbita miseria…
En fin, seguro que vives imaginando los peligros a los que puedes estar expuesto; ejercitas ese guineo mental porque en tu sensibilidad crees que su cadencia y monotonía te salvan de la locura.
Pero no te confíes: la fiera puede acechar en el sitio más impensado. No olvides incluir en tu lista el logotipo de tus chanclas apostado detrás de la hierba.