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Cande Rodríguez

Blanca se llevaba las manos a la cabeza, parecía que le iba a estallar. Dichosa pandemia, se decía.

Mientras bajaba las escaleras en dirección a la cocina, bajo sus pies sonaba un ruido hueco e incómodo que le rebotaba. ¿También mis pasos? Esta vez lo dijo para sus adentros, así le gustaba más. No eran ni las siete y ya el día se estaba mostrando intenso. Al abrir la nevera, el silencioso frío acariciaba su cara aún adormecida. Lo agradeció con una leve sonrisa. Allí, la leche callada en su envase de tetrabrik, esperaba por ella como todas las mañanas. El microondas quiso aparecer y romper el pequeño hechizo adorable que le ofrecía la frescura del frigorífico, con un timbre corto y penetrante, lo que superó la desazón mañanera. También se sumó a la cantinela las voces de vecinas que irrumpía desde la ventana. Conversaciones   incorporadas, la nueva forma de comunicarse. Faltaba las bocinas para incorporarse a la comparsa. Toda una orqueta pensaba Blanca, que intentaba no perder los nervios. 

A todo eso, un sudor gélido jugueteaba por su espalda. Después de sacudirse la cabeza con la intención de borrar todo lo acontecido, decidió no tomar café, estaba demasiada alterada para añadir más excitación. No tardó mucho en arreglarse, había preparado la ropa la noche anterior, en silencio, su adorable silencio. Antes de salir, se detuvo en el portal, se preguntó si llevaba el certificado, sí, lo tenía, aunque hasta ahora no se lo habían pedido.

Tomo aire, se llevó la mano al oído, se ajustó bien el audífono y se encaramó a la calle. No antes sin volver a maldecir la pandemia y las cubre bocas. Ella que había aprendido a desenvolverse bien leyendo los labios sin necesidad de oír ruidos extraños.