rosa_galdona
Rosa Galdona

«Estos mis años todavía me parecen niños.

Las emociones de la infancia están en mí.

Yo no he salido de ellas.

Los recuerdos, hasta los de mi más alejada infancia,

son en mí un apasionado tiempo presente».

Federico García Lorca

La infancia y la poesía han ido de la mano, como entrañables amigos, a lo largo de la historia. Los poetas han recurrido a los recuerdos de su niñez para capturar la pureza, la inocencia y la maravilla del mundo desde la perspectiva de un niño. Esta etapa de la vida, llena de descubrimientos y emociones intensas, ofrece un material rico y evocador para la creación poética. Los poetas han sabido capturar magistralmente la mirada fresca y auténtica de los niños hacia el mundo que los rodea. Por eso, la infancia es pura poesía.

William Wordsworth, uno de los poetas ingleses románticos más destacados, escribió extensamente sobre su infancia en su obra The Prelude o el crecimiento de la mente de un poeta. En ella explora cómo las experiencias de su niñez en la naturaleza moldearon su visión del mundo y su sensibilidad artística:

Oh! muchas veces yo, un niño de cinco años, un niño desnudo, en un delicioso riachuelo,  he convertido en un largo baño un día de verano,

Me he tumbado al sol, y me he arrojado a él, y de nuevo al sol

Alternativamente todo un día de verano, o recorrido

Sobre los campos de arena, saltando a través de arboledas[1].

En la poesía moderna, la infancia sigue siendo un tema recurrente. Poetas como Antonio Machado han escrito sobre la niñez con un aire de nostalgia y de inasible magua por el tiempo feliz ya pasado:

Y todo un coro infantil

va cantando la lección:

«mil veces ciento, cien mil;

mil veces mil, un millón».

Una tarde parda y fría

de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

de la lluvia en los cristales.

¿Y qué decir de Gloria Fuertes? Esta mujer fue una escritora con un duende especial para escribir a los niños y con los niños. Quizá porque, como las grandes mentes, nunca quiso crecer…La poesía no debe ser un arma, debe ser un abrazo, un invento, un descubrir a los demás lo que les pasa por dentro, eso, un descubrimiento, un aliento, un aditamento, un estremecimiento. La poesía debe ser obligatoria", afirmaba con convicción. Poseía una exquisita capacidad para plasmar la ilusión y la fascinación de la infancia. Y también para concienciarla:

Que los tigres no tengan garras,

Que los países no tengan guerras.

Que los niños no maten pájaros,

Que los gatos no maten ratones.

Y, sobre todo, que los hombres

No maten hombres[2].

La infancia, con su mezcla de alegría, curiosidad y vulnerabilidad, sigue siendo un tema poderoso y universal en la poesía, recordándonos la importancia de mantener viva la capacidad de asombro y la conexión con nuestras raíces más profundas. Este poema del mexicano José Emilio Pacheco pertenece a su libro La arena errante, publicado en 1999 y según su editor, “llega al comienzo de un siglo y al final de otro, de inmensas realizaciones en todos los campos pero también de muerte y exterminio, el siglo que más vidas ha cancelado en nombre de la exaltación de un "nosotros" y la cancelación de los "otros". Aquí la especie humana aparece en toda su desnudez y con todo el sinsentido de sus infamias entre las llamas de la historia y la arena del tiempo. Pero también hay una celebración del privilegio de estar vivos y el asombro ante la frescura y la vitalidad que se renuevan y triunfan cada día.” En efecto, al leerlo, se nos rompe algo por dentro en nuestra supuesta adultez, puesto que nos pone delante una reflexión sobre el patetismo de creernos mayores en un mundo en el que nadie es dueño de sí mismo, ni de su propio destino. Se titula “Niños y adultos”:

A los diez años creía

que la tierra era de los adultos.

Podían hacer el amor, fumar, beber a su antojo,

ir adonde quisieran.

Sobre todo, aplastarnos con su poder indomable.

Ahora sé por larga experiencia el lugar común:

en realidad no hay adultos,

sólo niños envejecidos.

En definitiva, la infancia nos marca, empieza a escribir en nuestra piel y en nuestra mente desde que nacemos. Lo hace porque es ese período que abarca desde nuestro nacimiento hasta la pubertad y en el que tantas vivencias nos abrazan y nos azotan, esculpiendo sin descanso nuestra personalidad. Es una época maravillosa y crucial,  llena de experiencias forjadoras de nuestro yo. El niño crece ajeno a las preocupaciones del ser adulto. Juega con muñecas, con coches, con un palo o con un animal. Todo es lúdico y todo es aprendizaje. Nada es trascendente, sino cuando se crece y se echa la vista atrás. Si en ese momento adviertes que ya no eres capaz de sorprenderte y sonreír como antes, la nostalgia será tu marca adulta. Decía Lorca a este respecto que “...hay un niño que pierden/todos los poetas”[3]. Si, por el contrario, te das cuenta de que aún tienes ganas de jugar hasta contigo mismo, será señal de que has sido capaz de mantener vivo a tu niño interior…    

¿Y tú, lector, en qué lado de esta ecuación estás? Yo, por mi parte, no estoy segura…

Yo no estoy segura de ser adulta.

No lo sé…

Mi mirada veterana ojea tras las arrugas

y siempre descubre brotes nuevos de colores nuevos.

Así que no sé…

Mi infancia fue pobre y con olor a jabón Lagarto.

Mis tardes fueron aceras sentadas para ver

pasar el mundo.

Fueron canteros pintados con cal para marcar goles,

o para hacer tiro al lagarto con un elástico sin puntería.

Mis noches fueron canciones de Machín y de Chavela

fundida con el hombro de mi padre

(mi padre y La Ronda… el instante eterno del amor)

Mis Navidades eran una cena para tres,

con papas guisadas, cualquier conduto y mantel de hule…

¡Sigo oliendo la bendición sencilla de aquella cocina!

Mi infancia fue una querencia para toda la vida

abrazada por aquellos dos seres

que jugaban conmigo al amor infinito.

Hoy siguen conmigo.

Con la niña que adoraron.

Y mimaron.

Y abrigaron.

Cada Noche de Reyes

siguen ayudándome a dejar a los camellos

un dibujo de payaso, agua y yerba.

Para que mi muñeca de párpados caídos

siga sonriendo para mí,

cada vez que cierro los ojos.

Hoy siguen conmigo.

Y cada noche me arropan

por las cuatro esquinitas de mi cama.

Mi vida entera cabe en aquellos besos de hasta mañana si dios quiere.

Por eso no estoy segura de ser adulta.

Porque el amor que amamantó mi infancia

fue tan hermoso

tan radiente,

tan rotundo,  tan inabarcable, que no sé…


[1] Wordsworth W., Preludio. Visor, Madrid, 1980. Traducción por Antonio Resines.

[2] Versos fritos, “Todos contra la contaminación”, 1995.

[3] Poema de la Feria, 1921.