Nuestro último reto del año nos llevó a viajar en un ascensor panorámico. Aquí dejamos algunas muestras del trabajo resultante.
QUÉ SOY
Autora: María del Valle García y Bello
Era un día más, sin nada particular, días planos de plena rutina, como a mí me gustan.
Decido ir a comprar una blusa a una franquicia de la calle Castillo. La dependienta me informa que es en la planta superior. Observo las escaleras y sus peldaños son muy altos unos de otros. Y decido ir en el ascensor, es de cristales transparentes, con la incertidumbre de siempre ante un ascensor, pulso el piso uno. Empieza a subir y, a la mitad del trayecto, se para. Fue de cine, instintivamente pulsé un botón rojo de alarma. Mis pies, que temblaban, se quedaron visibles en el piso bajo, mi tronco no visible en la estructura, y mi cabeza a tope de cortisol en el piso superior.
Veía como las personas parecían actores, unos con cara de terror, otros me transmitían tranquilidad y otros se tapaban la boca no dejando salir ninguna voz. Sentía mi corazón a borbotones de pulsaciones, y recordé las clases del lunes de Alberto, en la cual aprendimos a respirar, con un punto invisible, dos dedos por debajo del ombligo y empecé a llevar oxígeno a esa parte, cerré los ojos y solo pensaba soy oxígeno, soy oxígeno…
JUAN, CLARA, Y LA CIUDAD DE PARÍS
Autor: Lange Aguiar
En una ciudad vibrante, hermosa, histórica y moderna, compaginando edificios palaciegos y donde los rascacielos tocaban el cielo, una pareja de recién casados, Clara y Juan, decidió visitar un famoso edificio, el más alto de aquella ciudad de ensueño, con un grandioso ascensor panorámico. Desde el suelo, donde se encontraban Clara y Juan, la estructura se alzaba imponente, y la emoción de la aventura llenaba el aire y sus acelerados corazones pues era la primera vez que se subían a un ascensor acristalado, pues de la pequeña isla canaria de la que venían, no habían edificios de aquella magnitud y menos un ascensor tan vibrante.
Al entrar al ascensor, el cristal ofrecía una vista impresionante de la ciudad. Con cada metro que ascendían, el bullicio de las calles se convertía en un murmullo lejano. Clara, fascinada por la vista, apretó la mano de Juan. Él, sonriendo, le susurró que esos momentos eran los que atesorarían para siempre al volver a su amada isla.
Mientras el ascensor subía, comenzaron a compartir recuerdos: su primer encuentro en un café, su noviazgo en su pueblo de Valverde, su boda y sus banquete, el regalo de sus amigos y familia para realizar aquel viaje fantástico, las risas en sus viajes por aquel romántico país, cuna de los abuelos de Clara, y los sueños que aún querían cumplir. De pronto, el ascensor se detuvo momentáneamente, justo a mitad de camino. Clara sintió un leve temor, pero su amado y joven esposo la tranquilizó, recordándole que incluso en los momentos de incertidumbre, siempre estarían juntos.
La vista se volvió aún más espectacular al reanudar la subida. Finalmente, llegaron al mirador de aquel
Imponente edificio donde el sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de tonos cálidos. Miraron la ciudad iluminada con mil colores; esa mítica ciudad conocida como la ciudad del amor en la que tanto habían soñado. Especialmente Clara, pues era el hogar de sus abuelos paternos. París les deslumbró. Francia les abrazó y en ese instante, comprendieron que su amor era como el horizonte: siempre en expansión y lleno de posibilidades.
Juan, inspirado por el momento, se arrodilló y le propuso a Clara que siguieran explorando la vida juntos en aquella Preciosa ciudad de sus orígenes y no solo desde las alturas, sino en cada paso que dieran. Con lágrimas de felicidad, aceptó, y así, en el corazón de la ciudad, sellaron su compromiso bajo la luz dorada del atardecer quedándose a vivir allí para siempre. Años después uno de sus hijos, un médico famoso, decidió quedarse a vivir en la isla del Meridiano, El Hierro de sus padres, como médico del Pinar.
LA NOCHE Y EL ASCENSOR
Autor: José Luis Regojo
Hace unos meses, durante una de esas tormentas que ahora llamamos DANA, la ciudad se quedó a oscuras. Esa noche, quizá debido a la humedad, un fusible se fundió no solo en el sistema eléctrico, sino también en nuestras vidas. Sobre todo en la mía, porque me quedé encerrado en el ascensor panorámico de la empresa en la que trabajo.
Tal vez se pregunten qué hacía yo ahí a esas horas. Resulta que soy el responsable de mantenimiento en horario nocturno y, debido a la reducción de personal, o como se llama ahora, ‘optimización de la fuerza laboral’, estaba completamente solo.
Desde el vidrio que rodeaba la cabina, viví la inmensidad del apagón con una intensidad extraña. La oscuridad me consumía y se apoderó de mí de forma rápida e inesperada. La ciudad, sin sus puntos de luz habituales, se tornó irreconocible, un agujero negro, un contorno misterioso que ni siquiera se reflejaba en los paneles de vidrio a mi alrededor.
De repente, la cabina cayó un piso de golpe. El estómago se me subió hasta la garganta, y me doblé de miedo. Un sabor a bilis repentino me impregnó el paladar. Desde la inmensidad y profundidad del negro total, el sonido puntual e imprevisto de la maquinaria se convirtió en un estruendo en medio de ese denso silencio, solo se distinguía el eco jadeante de mi propia respiración.
No sabía si lo que sentía en ese momento era miedo o sorpresa. Solo sé que me apreté, como por instinto, contra el vidrio porque necesitaba sentir el roce de algo con mi piel para no sentirme solo.
Los segundos se alargaron, el tiempo en el ascensor se volvió un paréntesis infinito. Sin horizonte al que mirar, quedé aún más desorientado, y seguí notando cómo la angustia se apoderaba de mí.
Entonces, como un presagio, el amanecer asomó tímidamente a través del borde del vidrio y una delgada línea de luz reveló de nuevo la ciudad y sus formas familiares. La cadencia de mi respiración se fue tornando regular hasta que el sobresalto debido a una voz metálica retumbando desde el altavoz del ascensor me infartó:
—¡Hola! ¿Hay alguien encerrado ahí?
No pude contestar. Emití unos sonidos ininteligibles y me desmayé. Después, no recuerdo nada más. Desperté en esta cama de hospital, tras haber padecido un ataque al corazón en la cabina del ascensor, según me dijeron.
VEO, VEO
Autor: Jesús Abreu Luis
Me siento ingrávido en estos ascensores panorámicos.
Es como meterte en una aventura sin quererlo, sobre todo cuando baja.
Estoy en el piso veinte, la tarde cae y el horizonte que corta el mar, y viceversa, rebosan tonos en una paleta sin principio ni fin. Esta es la visión de los dioses, una hermosa panorámica que contemplar entre néctar y ambrosía.
¿Qué botón debo pulsar, el uno, el cero o el PB? Para subir es más fácil.
Está lleno. Ya baja, hay pulsados muchos botones, los tres de mi duda también.
Por suerte me ha tocado posicionarme en el cristal, un niño ha buscado camino y se encuentra a mi lado. La madre me mira y sonríe, ella está en el lado contrario, junto a la puerta. Sonrió a la madre y le toco la cabeza al niño, este me atiende por un microsegundo y vuelve su visión hacia la calle.
Mirar hacia la calle es muy atrayente, no miras hacia el cielo teniéndolo más cerca de lo normal. A lo alto pasa un transcontinental dejando una estela de vapor de agua, esta se engrosa pareciendo una nube muy larga que une la partida con la ubicación del momento.
Me he distraído y había olvidado que estoy en el ascensor de un hospital. Quito la mano de la barandilla y aparto mi respiración del resto, o por lo menos lo intento. Ahora ya en el piso tercero y siendo un ascensor de hospital no siento un placer estar donde estoy. Quiero bajarme ya.
Para en el uno, no.
Para en el cero, no.
Para en PB, si esta es.
Delante de mí va la madre con el niño, este me mira y sonríe. Por unos momentos en el ascensor fuimos cómplices.
DESDE UN ASCENSOR PANORÁMICO
Autora: Rosa Galdona
Los ascensores de cristal son perversos.
Uno se sube con la ilusión de otear el mundo,
de tocar con los ojos los horizontes
y esperanzas más allá del asfalto
que lo engancha a uno al suelo…
Uno se asoma con la certidumbre ingenua
de contemplar el manso paseo
de una pareja adorable,
y se equivoca.
Cuando aquel elevador transparente
me subió a la cima
me desplomé en el más atroz de los asombros:
Porque vi a dos niños agrediéndose por poseer una estúpida pelota,
como aprendiendo a ser mayores…
Vi a un pájaro muerto colgando de la boca de un gato salvaje y despiadado…
Vi a un mendigo aguantándose el estómago
como para que no se le derramara el hambre…
Vi a una madre lactante girando sobre sí misma
porque no hallaba su propio cordón umbilical…
Y más allá, a lo lejos,
alcancé a ver a cientos de bebés que hacían fila al otro lado del muro,
preparándose para ser obreros…
Cuando aquella jaula de cristal
se abrió como una ventana infinita ante mí
lo que vi fue una monstruosa foto fija de la cara atroz
―y enorme―
de la humanidad.
Divisé con horror curas confesando a niños.
Vislumbré monjas cebando a jóvenes parturientas con los vientres
vaciados.
Vi a ancianos expósitos de buenos hijos ocupados.
Vi coches deportivos con la brújula reventada,
vi quirófanos en los que la sangre se vendía
a mil euros la gota, positiva o negativa.
Vi maestros enseñando a llorar
y vi cantantes enseñando a gritar.
¡Sácame de aquí, maldita caja de vidrio!
¡Las miserias humanas no necesitan atalaya!
UN ASCENSOR SANITARIO
Autora: Toñi Alonso
Hoy he tenido que ir al Laboratorio a reclamar un resultado. La planta 10 de las Torres es un hervidero de personal en las mañanas, y yo hoy no quiero ir con prisas, así que, bajaré hasta la planta sótano por el ascensor panorámico, espero que quede libre un huequito donde colarme. Siempre está lleno de pacientes, camas, celadores, hasta los facultativos lo usan para no usar las escaleras un tanto estrechas de éste ala del Hospital.
Tengo suerte. Se abren las puertas y solo está una auxiliar que lleva en sus manos una bandeja de medicamentos. A esta hora del día, los semblantes aparecen con falta de esa cafeína que nos saca del letargo de las actividades diarias. Pero… a mí me despierta esos rayos de sol que parece emitir Gran Canaria, la isla hoy se ve “clarita”, no hay calima y sus montañas parecen resurgir de un mar Atlántico tranquilo y dulce.
Ahí abajo se ven los tejados de las naves industriales, y algunos de edificios de viviendas, cuando he transitado con el coche por sus calles no he apreciado la altura que toman las naves, casi todas de concesionarios de coches, mires dónde mires hay una marca de vehículos conocida, y el trasiego de los talleres me recuerda que debo ir pensando en sustituir a “Pepín” mi Renault azul eléctrico que después de once años ya pide descanso.
Ha parado el ascensor en la planta nueve, una camilla ocupa casi todo el hueco existente, tenemos que colocarnos muy pero que muy pegados al cristal, y de nuevo el calor de un sol temprano me hace sonreír, que poco nos detenemos en los detalles. Junto al celador y al enfermo que traslada en cama, ha entrado una joven guapísima, de cabellera negra, larga y sedosa. No le he visto bien sus ojos porque cogida de la mano del paciente, su rostro parece desdibujado por la pesadumbre. Tenemos claro que van dirección al quirófano, rostros serios y mucho silencio. El miedo se apodera de cada rincón del ascensor.
Ya está lleno el habitáculo, pero aun así, se ha parado en la planta siete, dos sanitarios dan los buenos días, y se vuelven a cerrar las puertas sin ellos.
La autopista se observa desde aquí, en imagen futurista. Hay tantos coches en los ocho carriles, que me pregunto cómo vamos a soportar tanto tráfico, demasiados coches, demasiada polución, demasiados movimientos en pocas horas. Otra vez, la idea de comprar un nuevo coche, a ver si pienso en otra cosa, ¡por favor!
El horizonte me regala la ciudad de Santa Cruz, hermosa. Los enormes edificios, el puerto, el auditorio, y un poco más allá el ferry que se acerca. Eso es lo que esperaba, ya sé qué haré en los próximos días libres, un viajecito a pasear por Las Palmas, un helado en “Peña La Vieja”, un licor en cualquier terraza de Las Canteras y degustar Cultura, cualquier cosa, que siempre hay exposiciones, charlas, espectáculos… cualquier excusa es buena para tomar el Ferry y desconectar unos días.
Efectivamente paramos en la tercera, aquí están los quirófanos. Y me quedo sola, bueno sola del todo no, me acompaña uno de los amaneceres más bonitos de los últimos tiempos. Sin darme cuenta, la oscuridad más absoluta, el ascensor ha bajado muy rápido y ya estoy en el sótano. Salgo, doy unos pasos y aunque tengo tarea por realizar, vuelvo a entrar, pulso a la planta diez, quiero volver a ver el mar, la isla, los rayos del sol, los coches…
En la primera planta me acompañan los facultativos de la sesión médica de internistas, desde luego su conversación técnica y un tanto fría hablando de pacientes que se irán pronto, y otros que tardarán en marchar, deja impregnado los cristales de un vaho triste y cansino. Me esfuerzo en ver la alegría que da el mar, quiero que la claridad ilumine, pero no lo consigo.
Bajo en la planta tercera y dejo al ascensor panorámico su camino, Que se lleve las grises energías, yo prefiero bajar escaleras. No siempre este ascensor me resulta bueno, esperaré que otro día lo sea y por subir o bajar muchas veces no voy a recibir luz desde un ascensor panorámico hospitalario.
MÁS ALLÁ DE LAS NUBES
Autora: Emma Coello
Mientras su mano hace de vicera, intenta que los rayos del sol que se proyectan en el acristalado y transparente ascensor no la deslumbren.
Está impaciente por hacer uso del elegante y diáfano elevador. Por fin, las puertas se abren y ella con gran ansiedad y destreza se cuela en él.
Cierra los ojos y una vez más su ilusión vuela, esta vez si, la potente y translucida máquina no se detendrá, conseguirá elevarse más allá de las nubes donde su amado la sigue llamando desesperadamente.
EL ASCENSOR PANORÁMICO
Cele Díaz
Me subí al ascensor y pulsé una tecla para ir a un piso siguiendo las instrucciones. la puerta se abrió y me impactó la luz que desprendía el lugar. Estaba en una magnífica terraza situada en lo alto del edificio desde donde podía ver una plaza con jardines y bancos. Alrededor de ella había diferentes puntos de acceso. Destacaba el colorido intenso desde el verde de los árboles, las flores multicolores y culminaba con las mariposas revoloteando disfrutonas en el majestuoso cielo azul. El sol señoreaba en lo alto iluminándolo todo, alcanzaba incluso a aquellas montañas que se veían a lo lejos.
Era una imagen idílica, no quería apartar ni un instante mi vista. Recorría despacio cada rincón, cada detalle y con mis ojos paseaba incansable por este entorno bello.
llegó el momento de volver de nuevo al ascensor, regresé relajada, extasiada, con ganas de repetir la escena en la que me sentía integrada.
Pulsé de nuevo el piso indicado y de nuevo la puerta se abría. Sorpresa. me encontré con un enorme rascacielos, y alrededor unos cuantos más había. Se veían los coches circulando ahí abajo, algunos transeúntes recorrían sus calles. Frente a mis ojos un paso de peatón que debía cruzar. Para hacerlo tenía antes que atravesar una pasarela que salía desde la puerta del ascensor pero que al cruzarla en el vacío te sentías. Intenté varias veces cruzarla pero me echaba para atrás una y otra vez, el miedo me podía. Si conseguía cruzarla sin mirar a los lados atravesaría el paso de peatones y en la calle estaría. En tierra, lejos de la altura donde permanecía, miraba y miraba retándome pero el miedo se imponía. Era lanzarme como un pájaro al aire y volar libre por el cielo y luego aterrizar en la acera y caminar de forma relajada y tranquila. Me decía a mí misma ”tú puedes“ pero al final no lo hacía. llegué a la conclusión que mis alas de pájaro aún no las tenía púlidas. Pensaba con los ojos cerrados, cuando los abrí descubrí que de un sueño salía.