Esta nueva temporada ya no les escribiré ‘Desde mi balcón’ de Candelaria, sino ‘A la sombra de Echeyde' en Puerto de la Cruz. Para los guanches, los antiguos pobladores de Tenerife, Echeyde era el nombre del Teide: la morada de Guayota, el Maligno. Según la tradición, Guayota secuestró al dios del Sol, Magec, y lo encerró dentro del volcán. Entonces, la oscuridad se apoderó de la isla y los guanches pidieron ayuda a Achamán, su ser supremo celeste, quien derrotó al Maligno, liberó al Sol y selló el cráter con el llamado Pan de Azúcar, el cono que aún corona el Teide.
Tras pasar una temporada de vacaciones, oxigenándonos y conociendo gentes y culturas diferentes, nos sorprende escuchar la misma frase en boca de muchas personas: “Me encanta viajar y no hacer nada”. Una expresión que, en realidad, no dice gran cosa porque a casi todo el mundo le gusta viajar y que le hagan todo. Sin embargo, la repetimos con orgullo, un año tras otro, como si nos concediera algún mérito o posición social. Algunos incluso afirman que viajar ‘abre la mente’. Yo era de los que lo pensaban, ya no. Basta con ver el panorama político mundial: ¡no será que los políticos no viajen! Hace un tiempo, uno de mis filósofos y escritores favoritos, Ralph Waldo Emerson, calificaba el viaje como “el paraíso de los tontos”. No le creí. Años después, esa afirmación se vio confirmada cuando empecé a estudiar Filosofía y comprobé que tanto Sócrates como Kant rara vez dejaron sus respectivas ciudades natales, Atenas y Königsberg. A pesar de las ilustres excepciones que he comentado, me sigue gustando viajar. Sin embargo, suelo evitar las actividades “turísticas” que acostumbran a ser las que hacen los demás, no yo. De la misma manera, me gusta hablar de mis viajes, aunque a casi nadie le interese escuchar mis historias.
Viajar se vende como una oportunidad para ver lugares y vivir experiencias transformadoras que te convierten en una persona interesante. Pero, ¿es eso cierto? Emerson, entre otros, creía que, lejos de conectarnos con la humanidad, nos aleja de ella. Nos convierte en la peor versión de nosotros mismos mientras nos convence de lo contrario. Uno, en su faceta de turista, persona temporalmente desocupada que visita voluntariamente un lugar fuera de su casa, busca un cambio. Pero, ¿qué cambia exactamente? Siempre he pensado que una de las bondades del turismo no es tanto cómo nos cambia, sino cómo cambia la sociedad receptora de turistas. Recordemos la España de la dictadura, cuando el turismo forzó ciertas pequeñas aperturas que sin él no se habrían obtenido, sobre todo en las zonas más visitadas por los veraneantes. Es decir, vamos, como turistas, a experimentar un cambio; sin embargo, terminamos imponiéndolo en otros. Por otro lado, también es importante destacar que el turismo es, ante todo, actividad: viajar, hacer ejercicio, visitar museos, playas, ciudades, … Es decir, un movimiento constante de principio a fin. Esta acción lleva consigo una lógica absurda: el turista se debate entre el deber de hacer lo "típico" y el deseo de evitarlo. El problema no está en los otros lugares, ni en las personas que quieren verlos, sino en esa dinámica deshumanizante. Esta es la paradoja del turismo: es divertido y nos gusta, es la búsqueda de un cambio sin cambiar porque marchamos seguros de que regresaremos con los mismos gustos, ideas y rutinas. Hay otro tipo de viaje del que no hemos hablado. Es más económico y se puede practicar fuera de temporada. Está resumido en un aforismo de la escritora Emily Dickinson: "para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro". En conclusión, viajar en plan turista es un búmeran que nos lanza lejos solo para devolvernos al mismo punto para demostrarnos, cada año, que no es fácil no hacer nada.
Si le gustó, no deje de leer el artículo anterior: En defensa de la laurisilva
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