Hay preguntas, hechos, actitudes, palabras que traen a la memoria recuerdos del pasado.  Respirando brisas a duelos verbales, a desprestigios personales, a verter rumores, falacias para confundir y parecer que todos los gatos son pardos,  como ya dijo, Ortega y Gasset.

¡Apaga la luz!, que se confundan las sombras y que no disciernan, que no brille la inmensa mayoría de gente noble, ocupada en ser y aportar a la sociedad todo cuanto les permita sus conocimientos y el sistema.

A todos se nos concedió el derecho a la democracia y con ella a la vida, a la riqueza de la diversidad, a la libertad de expresión, a la libertad política…

Dejar de lado el dolor, el rencor, el resentimiento para que exista paz, es mucho más que una transición. Es el vivir día a día con integridad, con respeto al diferente y su persona en toda la extensión de la palabra. Y nunca, sin olvidar que jamás ninguna persona debe sufrir ningún tipo de violencia por sus ideas, por sus opiniones, apariencias, amistades,  pertenencias o afinidad a partidos políticos, principal instrumento para la libertad.

Así, actitudes frecuentes nos hacen estremecer y dar las gracias por esta democracia.  Implorando a la dignidad humana, les muestro un ejemplo de muchos y en este caso un hecho que ocurrió en julio de 1936, en el Rincón de Soto (Rioja), pueblo ocupado por los rebeldes y que narra Pablo Uriel en su libro, Mi Guerra civil:

 Agustín era un mozo sin inquietudes políticas. Lo que estaba pasando en España no era de su incumbencia. A él sólo le interesaba su lucha diaria con la tierra de labor. Esa tarde volvía de la huerta con el azadón al hombro, dispuesto a pasarlo en grande en la taberna. En la carretera se encontró con Miguel, un muchacho de las juventudes socialistas; también Miguel regresaba del trabajo en la huerta, y juntos caminaron hacia el pueblo. Sin saberlo, iban al encuentro de una de esas aventuras que solo se vivían una vez. En el camino se cruzaron con un requeté navarro que paseaba con uno de los nuevos concejales.

El concejal pronunció unas palabras que, en sí mismas, eran inofensivas:

—Mira, ahí tienes a uno de los más rojos del pueblo.

 El requeté no podía oír esto sin entrar en santa indignación. Se despidió de su acompañante y siguió a los muchachos.

—Venga, veniros conmigo.

—¿Adónde?

—Al Ayuntamiento.

—¡Si nosotros no hemos hecho nada!

—Eso ya lo veremos allí.

Y nadie se preocupó de averiguarlo. Entraron en la celda donde había ya otras tres personas. El único que no tenía mucho miedo era Agustín, seguro de que podría aclarar las cosas antes de la noche.

Ya oscurecido, al terminar su partida de dominó, los requetés salieron de la taberna y se enfrentaron con la excitante noche veraniega. Alguien preguntó:

—¿Hay algún rojo en el Ayuntamiento?

—Seguro que hay alguno.

—Pues vamos a por ellos.

Y así fue como los cinco hombres fueron conducidos a las tapias del cementerio y la noche se llenó de disparos.

El conocimiento de la historia es para enseñarnos a ser excelentes, porque el pasado no se puede cambiar. El presente depende de uno mismo, de todos, y con él se construye el futuro. Y como dijo Cicerón:  “La historia es el testimonio del tiempo, la luz de la verdad, la vida de la memoria, la maestra de la vida, el testigo de lo pasado”.

Villa de Arico a, 2 de agosto de 2025.

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