Abuela ordeñaba todos los días. Se levantaba temprano, barría y limpiaba la cueva; las cabras pequeñas y de un hermoso pelaje rosado eran sus consentidas. Les cantaba y les contaba historias. Las llevaba a pastar a la orilla de la carretera. La primera vasija de leche era para mí. Luego apartaba la ración diaria que se consumía en casa. Y después llenaba el cántaro grande que vendía al cuartel.
Doña Carmen, cuando venía, lo hacía muy temprano por la mañana, y con voz de súplica, llamaba:
—¡Doña Luz! ¡Doña Luz!
Abuela salía y después del saludo, la petición no se hacía esperar:
—Regáleme un poquito de leche para la niña, que no tengo nada que darle.
Abuela, como era habitual, le daba un cuenco lleno de leche.
La nieta de doña Carmen, recién nacida, era hija de una de tantas viudas de la guerra.
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