La naturaleza ha sido siempre una fuente de inspiración para los poetas. En los paisajes naturales, el escritor ha hallado desde tiempos inmemoriales un lenguaje propio que les permite comunicar emociones y reflexiones sobre la vida y sobre sí mismos.
El medio natural ha representado habitualmente un elemento simbólico recurrente en el que el ser humano se ha visto reflejado. Es más, podemos afirmar que la naturaleza se ha brindado desde muy pronto como metáfora de las emociones humanas que, cristalizada en poemas, se vuelve imagen del sentimiento del escritor y también del lector. El mar como inmensidad, el cielo como infinitud, la noche como soledad, la tormenta como sufrimiento o el río como devenir de la propia vida son ejemplos de esto. Se convierten en un espejo verbal del corazón del escritor.
En un poema, podemos encontrarnos con la calma de un bosque:
Lo normal es que nadie
se dé cuenta al principio.
Me ha dado por maravillarme
de los árboles del parque.
Algo puedo deciros:
son hermosos
y lo saben.
(Dorothea Tanning)
Podemos hallar, también, la caricia amiga del mar como medicina del alma:
A ti regreso, mar…
A ti regreso, mar, al sabor fuerte
De la sal que el viento trae hasta mi boca,
A ti regreso, mar, cuerpo tendido,
A tu poder de paz y tempestad,
A tu clamor de dios encadenado,
De tierra femenina rodeado,
Cautivo de la propia libertad.
(José Saramago)
Desde la antigüedad clásica se ha cantado a la naturaleza. Uno de los ejemplos más claros que conservamos es la obra de Tito Lucrecio Caro, romano del siglo I a. C. que escribió Sobre la naturaleza de las cosas. Este era un largo poema filosófico que se considera al mismo tiempo una de las obras más grandes de la antigüedad clásica y una de las más extrañas. El poeta Ovidio proclamó que «los versos del sublime Lucrecio» perdurarían mientras lo hiciese el mundo, por ejemplo, y Cicerón escribió que el poema era «no solo rico en brillante ingenio, sino artísticamente elevado»:
Recorro extraviados parajes de las Piérides, de nadie antes hollados. Me agrada descubrir fuentes intactas y de ellas beber; me agrada tomar flores recientes y buscar para mi sien una insigne guirnalda en lugares de donde nunca la tomaron las Musas para ceñir la frente de un hombre. Primero, porque enseño cosas excelsas y me esfuerzo en libertar el ánimo de los apretados nudos de las supersticiones; además, porque sobre asunto tan oscuro compongo versos tan luminosos, rociándolos todos con el hechizo de las Musas. (Libro IV)
La Razón de Amor con los denuestos del agua y del vino es un poema de comienzos del siglo XIII firmado por Lope de Moros en el que encontramos un escenario floral destacable por su descripción bucólica en la que se oyen la paz y el agua:
Todas yervas que bien olién la fuent çerca si la tenié: y es la salvia, y sson as rrosas, y el liryo e las violas; otras tantas yervas y avía que sol nombrá no las sabría; mas ell olor, que d´í yxía a onme muerto rressuçitarya. Prys del agua un bocado e fuy todo effryado. En mi mano prys una flor, Sabet, non toda la peyor; E quis cantar de fin amor[1].
Los Siglos de Oro fueron ejemplo maravilloso de la lírica pastoril centrada en la alabanza de la vida en Natura. Veamos, si no, este fragmento de la Égloga III de Garcilaso de la Vega:
Cerca del Tajo, en soledad amena,
de verdes sauces hay una espesura,
toda de hiedra revestida y llena
que por el tronco va hasta el altura
y así la teje arriba y encadena
que’l sol no halla paso a la verdura;
el agua baña el prado con sonido,
alegrando la hierba y el oído.
En definitiva, siempre ha tenido el hombre la inquietud y la atracción por la naturaleza como ese medio seductor en él hallamos respiro, confianza, belleza y reflejo de todo lo que nuestra alma busca en cada momento. Los poetas contemporáneos nos siguen dejando constancia de eso:
Cantan las hojas,
bailan las peras en el peral;
gira la rosa,
rosa del viento, no del rosal.
Nubes y nubes
flotan dormidas, algas del aire;
todo el espacio
gira con ellas, fuerza de nadie.
(Octavio Paz)
Dónde la humedad se guarda
asistidora y mansueta
y el resuello del calor
no alcanza a la Madre Gea,
suben, suben silenciosos
como unas palabras lentas,
en silencio suben, suben
estos duendes manos quietas.
(Gabriela Mistral)
No muere la poesía de la tierra jamás;
cuando todas las aves desmayan de calor
ocultándose en frescos ramajes, una voz
corre de seto en seto el prado ya segado:
es la de la cigarra, hecha la voz cantante
del lujo del estío; no agota su placer,
pues cuando se fatiga de divertirse así,
descansa a gusto bajo alguna grata hierba.
(John Keats)
La capacidad que posee la poesía para funcionar como una metáfora de la vida y como un refugio y reflejo de las emociones humanas le ha permitido trascender a culturas y épocas. Literatura y emociones han sido una pareja de baile perfecta. Se encuentran, se abrazan y abren la puerta a una danza impecable e infinita de palabras y horizontes, armonía y respiro, mar y lluvia, hierba y viento:
A veces busco el mar para sobrevivir al viento.
A ese viento yerto y obsceno del océano que no sabe volar.
Cuando llego a la orilla, la ola está húmeda de amor.
Cuando me descalzo, esa ola me besa y me invita a un abrazo
de arena negra.
Y ponemos velas blancas sobre labios de sal
en un mantel de agua mullida como el agasajo de un dios.
Entonces, el crepúsculo de voces marinas
danza sobre nosotros
dibujando liturgias profanas con sus pies de luz.
Y bebo de su cáliz.
Y borro de todas mis libretas el viento severo que no sabe volar.
©Rosa Galdona.
Puedes leer mi artículo anterior en este enlace: La infancia en poesía.
[1] Texto según Giovanni Battista De Cesare, Storia e testi della letteratura spagnola medioevale, Cagliari, Istituto sul Rapporti Italo-Iberici, 1986, pp. 134-135.