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Gloria López

Y con las pesetas que sobraban de la semana y que mi madre me daba para guardar en la pequeña cajita de latón, iba con mis hermanos al carrito de la esquina de casa, a comprar las melcochas y golosinas que solo podías conseguir en aquel mágico lugar.

Recuerdo cómo lo arrastraba don Paco, el vecino del final de la calle, todas las mañanas para sacarlo de su casa, para después apostarlo justo enfrente de la parada de la guagua, un lugar estratégico, ya que los cigarrillos y los periódicos para los adultos eran la compra diaria de la mañana, antes de ir al trabajo.

Para nosotros era una tentación, cada vez que íbamos caminando al colegio y pasábamos por delante de aquel lugar fascinante, ya que su dueño se encargaba de reponerlo con lo último de lo último, como las gominolas picantes, los trompos de colores, el yoyó último modelo y, por supuesto, con los tebeos que colgados de una cuerda y trabados con trabas de madera, se mecían con la brisa del día.

Recuerdo el día, como si fuera hoy, que de repente Paco y su carrito desaparecieron y que para todos supuso la pérdida del lugar de los tesoros, al cual íbamos todas las tardes a revisar qué había traído de nuevo.

Al final de esa semana, mi madre nos dijo que iban a hacer un quiosco donde antes Paco ponía su carrito. Había oído en la venta que por fin le habían dado el permiso desde el ayuntamiento y en un mes lo tendría terminado.

Y así fue, día tras día, al ir al colegio, veíamos cómo una pequeña estructura se levantaba en la esquina de la cera, y poco a poco fue tomando forma.

Un mes de marzo, por fin, subió la reja y para sorpresa de todos, ya Paco no estaba detrás del mostrador. En su lugar estaba su hija Ana, una chica encantadora a la cual su padre había decidido darle el trabajo de atender el nuevo negocio.

Para los niños y niñas del barrio, y en especial de los que vivíamos al lado, aquello se convirtió en nuestro castillo particular, lleno de tesoros ocultos y que Ana se encargaba de mostrarnos cada vez que nos acercábamos a verla.

Y así, día tras día, año tras año, crecimos y con nosotros el quiosco de mi barrio y todos los que existían en las islas. Como los que estaban en el parque, donde los domingos conseguíamos el millo para las palomas o los de la plaza de España, donde comprábamos aquellas pachangas llenas de azúcar o las pequeñas cajetillas de cigarritos de chocolate.

Desgraciadamente, como todo, poco a poco fueron cerrando, desapareciendo del escenario de nuestros barrios, de nuestras ciudades y sobre todo de nuestras vidas.

Todavía quedan algunos que han logrado sobrevivir, intentando, como lo hicieron en mi niñez, convertirse en un lugar mágico para los más pequeños.

Y como mis memorias contienen su historia, vamos a recordar cómo se inició su presencia en nuestras vidas.

Los famosos carritos surgen sobre los años 40 y la mayoría fueron construidos por los propietarios, con tablones de madera y cuatro ruedas, para poderlos desplazar por las zonas donde habitualmente se situaban.

Después llegaron los más grandes, que añadieron vidrieras de cristal y pintaron de blanco para darles un aspecto de limpio y pulcro, ya que vendían dulces y bocadillos de chorizo y sardinas, los cuales, envueltos en papel, estaban protegidos de las pesadas moscas que también querían probar aquellos manjares.

Todos tenían su ubicación fija, pero por la noche dormían en algún depósito o garaje. Eso provocaba que al atardecer se produjera un éxodo de carritos por las ciudades y por los pueblos con destino a los lugares donde se guardaban. Al ser Santa Cruz una ciudad llena de cuestas como la nuestra, no dejaba de ser pintoresco ver el esfuerzo que tenían que hacer para llevarlos de retorno. Normalmente, cada propietario tenía dos carritos base. El de cerca de su casa y el próximo a lugares céntricos de trabajo o colegios y cines de la época.

Ahora, lo que más los caracterizaba era que la gente los llamaba por el nombre o apellidos de su propietario.

Con el tiempo los carritos fueron desapareciendo, y en su lugar, los propietarios, previa autorización de los ayuntamientos, construyeron los quioscos, quedando ya en una situación fija y definitiva.

En ellos ya se podían conseguir helados, revistas, periódicos, tabaco, artículos pequeños de juguetería, artículos elementales de escritorio, caramelos, chicles, confites y golosinas y así un largo etc.

Pero desgraciadamente, con la llegada de los comercios que venden de todo como los 24 horas y las grandes cadenas de supermercados, los quioscos se han quedado rezagados, igual que con la venta de periódicos y revistas, que ha visto mermada su demanda.

El futuro de los quioscos es incierto, y que están en peligro de extinción es un secreto a voces. Sin embargo, se conserva un halo de esperanza que atañe a los ayuntamientos, que deben escuchar a los propietarios y apostar por una renovación en un modelo de negocio que lleva más de treinta años intacto nuestra ciudad santacrucera.

Conservar las tradiciones significa proteger el patrimonio cultural de una sociedad. Una riqueza que no se entiende sin ellas, las personas quiosqueras, que han forjado la esencia de nuestras islas durante generaciones. Más de setenta años en los que los quioscos se han convertido en puntos de encuentro y en el alma de ciudades, barrios y pueblos.

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