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Rosa Galdona

Todos los ejércitos son iguales

la publicidad es fama

la artillería hace el mismo viejo ruido

el valor es atributo de los muchachos

los viejos soldados tienen los ojos cansados

todos los soldados escuchan las mismas viejas mentiras

los cadáveres siempre han atraído a las moscas.

(Todos los ejércitos son iguales, Hemingway)

Reflexiva, filosófica, trovadoresca, palaciega, amorosa, épica, elegíaca o tragicómica, la poesía ha sido a lo largo de la historia un poliedro de lo más diverso. Su campo de inspiración es tan amplio como la inquietud que motiva al ser humano. Por eso, podemos afirmar que tampoco ha sido nunca ajena al conflicto. Al conflicto humano en cualquiera de sus facetas. Incluida la guerra. Los clásicos greco-romanos y los héroes del medievo dedicaron cientos de versos a ensalzar las batallas de sus héroes.

En Grecia, la Ilíada fue una de las grandes obras de la literatura clásica,  un poema épico escrito en hexámetros dactílicos y dividido en cantos. Se le atribuye a Homero y narra los eventos finales de la guerra de Troya. La Ilíada se inicia con la famosa invocación a la musa, en la que el poeta solicita inspiración divina para relatar la historia de Aquiles y la guerra de Troya. A lo largo de sus más de 15.000 versos, el poema presenta un profundo análisis de la psicología humana, los valores heroicos y las consecuencias de la guerra, convirtiéndose en un referente ineludible para la comprensión del mundo clásico. La guerra en la poesía épica suele ser el escenario donde los héroes demuestran su honor a través de actos de valentía, lealtad y sacrificio:

«¡Menelao Atrida, alumno de Júpiter, príncipe de hombres! Retírate, suelta el cadáver y desampara estos sangrientos despojos; pues, en la reñida pelea, ninguno de los troyanos ni de los auxiliares ilustres envasó su lanza a Patroclo antes que yo lo hiciera. Déjame alcanzar inmensa gloria entre los teucros. No sea que, hiriéndote, te quite la dulce vida.» Respondióle muy indignado el rubio Menelao: «¡Padre Júpiter! No es bueno que nadie se vanagloríe con tanta soberbia. Ni la pantera, ni el león, ni el dañino jabalí, que tienen gran ánimo en el pecho y están orgullosos de su fuerza, se presentan tan osados como los hábiles lanceros hijos de Panto. Pero el fuerte Hiperenor, domador de caballos, no siguió gozando de su juventud cuando me aguardó, después de injuriarme, diciendo que yo era el más cobarde de los guerreros dánaos; y no creo que haya podido volver con sus pies á la patria, para regocijar a su esposa y a sus venerandos padres. Del mismo modo, te quitaré la vida a ti, si osas afrontarme, y te aconsejo que vuelvas a tu ejército, y no te pongas delante; pues el necio solo conoce el mal cuando ha llegado.» Así habló, sin persuadir a Euforbo, que contestó diciendo: «Menelao, alumno de Júpiter, ahora pagarás la muerte de mi hermano, de que tanto te jactas. Dejaste viuda a su mujer en el reciente tálamo; causaste a nuestros padres llanto y dolor profundo. Yo conseguiría que aquellos infelices cesaran de llorar, si llevándome tu cabeza y tus armas, las pusiera en las manos de Panto y de la divina Frontis. Pero no se diferirá mucho tiempo el combate, ni quedará sin decidir quién haya de ser el vencedor y quién el vencido.» (CANTO XVII).

En Roma, uno de los poetas más grandes fue Virgilio. Sus obras, junto con las de Séneca, Cicerón, Ovidio, Aristóteles y Platón, se han leído continuamente desde la Edad Media hasta el presente. Los últimos diez años de su vida los pasó Virgilio trabajando en los doce libros de su epopeya La Eneida, que se basó en la Odisea y la Ilíada de Homero. Su epopeya, que también es la epopeya nacional de Roma, ha influido en la literatura durante siglos.  Escrito en hexámetro dactílico, Virgilio convirtió los relatos fragmentados de las andanzas de Eneas en un mito fundacional apasionante, una epopeya nacionalista que vinculaba simultáneamente a Roma con leyendas y héroes troyanos:

Yo que en la tenue flauta campesina toqué de joven,

y dejando luego las selvas, obligué a los vecinos campos

 a que obedeciesen al ávido labriego,

ahora canto las terribles armas de Marte y el varón que,

 huyendo de las riberas de Troya por el rigor del Hado,

 pisó el primero Italia y las costas Lavinias.

Largo tiempo anduvo errante por tierra y por mar,

arrastrado a impulso de los dioses, por el furor de la rencorosa Juno.

Mucho padeció en la guerra antes de que lograse edificar la gran ciudad

 y llevar a sus dioses al Lacio,

de donde vienen el linaje latino y los senadores Albanos,

y las murallas de la soberbia Roma (LIBRO I).

Esta obra pasó a ser un texto de referencia en el sistema educativo romano. Sus primeros libros se convirtieron en algunos de los más citados por los autores latinos posteriores y, como curiosidad destacada queremos resaltar que el mismísimo Virgilio es el personaje que guía a Dante Alighieri en su grandiosa Divina Comedia, obra escrita más de 1300 años después de la muerte del poeta latino.

Desde la antigüedad clásica, el ser humano optó por los versos para narrar grandes historias. Era la epopeya un gran poema narrativo que daba voz a batallas y héroes para poblar el imaginario colectivo, para ofrecer al mundo una historia popular  y una memoria en la que mirarse. Afirma Martínez que “el héroe y el miles gloriosus[1], la tragedia y el esperpento, el canto épico y la burla de la  caballería  feudal  no  son  sino  el  haz  y  el  envés de  casi  toda  la  literatura  europea”[2]. Y no deja de ser lógico. La literatura recoge aquellos acontecimientos o inquietudes que son cercanos a la vivencia humana, y ¿hay algo más terriblemente familiar y constante en  nuestra historia que los conflictos?

En  varias obras inaugurales  de  las  literaturas  clásicas está presente el tema de la guerra, vinculado al ideal épico y, de forma más concreta, a la epopeya. El gran poema Mahabharata, por ejemplo, narra la disputa  entre  dos  dinastías  que  optaban  al  trono  de  un  reino al norte del río Ganges. Además del relato bélico, la obra ―formada por más de doscientos mil versos― incluye leyes y disquisiciones morales y filosóficas. Pero de las dieciocho partes en las que está dividida, cinco están completa y específicamente destinadas a mostrar cómo se produjo  la  batalla  entre  los  dos  ejércitos  contendientes. 

La  lengua  hebrea, por otro lado,  inmortaliza el Libro  de  Josué ―integrado en el Antiguo Testamento―. En él  se  relata  la  conquista  de  la  Tierra  Prometida por  el  pueblo  de  Israel  a  través  de  un  enfrentamiento  armado  cuya  narración,  lejos  de limitarse a mostrar la lucha, recoge también la  estrategia  empleada en  combate por los bandos en lucha. Esto es así porque “la búsqueda de la tierra prometida  supone  una  aventura  colectiva,  destinada a  crear  una  mitología  de  fácil comprensión  alrededor  del  germen  de  un  país  y  del  papel  que  en  él  ha  cumplido  la figura del líder”[3].

La  literatura  griega  clásica  ha  legado  uno  de  los  más  influyentes  modelos  de  la literatura  bélica  a  través  del  denominado  “ciclo  troyano” al que ya nos hemos referido, y que,  compuesto  de  diversos poemas  épicos  entre  los  que  se  encuentran  los  textos  homéricos Ilíada  y Odisea, relataba la leyenda de la guerra de Troya. El enfrentamiento entre los ejércitos griego y troyano  aparece  como  telón  de  fondo  en  la Ilíada,  que  se  ocupa  de  un  suceso determinado  acaecido  en  la  contienda:  el  enfrentamiento  entre  Aquiles  y  Agamenón  y las  consecuencias  que  genera  en  el  desarrollo  de  la  batalla.  Además  de  presentar  al principal modelo heroico de la literatura clásica –Aquiles–, la obra destaca por mostrar el carácter destructor y alienador de toda guerra, como demuestra el comportamiento de los personajes de la obra, que alternan actuaciones de una crueldad, una violencia y unas ansias de sangre tan desmedidas como gigantescas con parlamentos serenos y lúcidos. Según Weil:

“El  verdadero  tema,  el  centro  de  la Ilíada,  es  la  fuerza.  La  fuerza  manejada  por  los hombres, la fuerza que somete a los hombres, la fuerza ante la cual la carne de los hombres se  crispa.  El  alma  humana  sin  cesar  aparece  modificada  por  sus  relaciones  con  la  fuerza, arrastrada, cegada por la fuerza de que cree disponer, doblegada por la presión de la fuerza que  sufre  [...].  La  fuerza  es  lo  que  hace  de  quienquiera  que  le  esté  sometido  una  cosa. Cuando se ejerce hasta el fin, hace del hombre una cosa en el sentido más literal, pues hace de  él  un  cadáver.  Había  alguien  y,  un  instante  después,  no  hay  nadie.  Es  un  cuadro  que  la Ilíada no se cansa de presentar[4].

El  tema  bélico  está  presente  en  la  tradición  griega, además,  en numerosos  textos  de  carácter  historiográfico.  De  hecho,  a  pesar  de  que  en  algunas civilizaciones  legendarias  parecen  conservarse  primitivos  documentos  susceptibles  de ser   considerados   textos   históricos   ―así   pueden   ser considerados   los   relieves conmemorativos  de  batallas  en  Mesopotamia  y  Egipto o  los  libros  sagrados  de  las civilizaciones  antiguas―,  tradicionalmente  se  ha  venido  identificando  a  la  figura  de Heródoto  con  la  del  fundador  de  la  historiografía  y,  por  tanto,  su  relato  sobre  las Guerras Médicas como la primera manifestación de la disciplina.

La fertilidad de la disciplina en la época romana puede ser detectada a  través  de  hitos  como  la  creación  de  los  Anales  o las  reflexiones  que  sobre  su composición  plantea  Cicerón,  en  las  que  se  pone  de manifiesto  la  relación  entre  los textos históricos y los épicos:

“Es  verdad  que  la  sucesión  cronológica  de  los  anales  por  sí  misma  nos  atrae  solo medianamente,  como  si  se  tratara  de  una  enumeración  de  fechas  del  calendario,  por  el contrario,   las   peligrosas   y   cambiantes   vicisitudes de   un   hombre   extraordinario   con frecuencia  despiertan  admiración  y  suscitan  el  interés,  la  alegría,  la  pesadumbre,  la esperanza  y  el  miedo;  si  encima  concluyen  con  un  desenlace  sorprendente,  el  espíritu rebosa con el agradable deleite de la lectura”[5].

Las palabras  del  pensador  romano,  tomadas  de  su  tratado Sobre  las  leyes, evidencian  cómo  en  la  época  clásica  la  preocupación  principal  de  quienes  abordaban textos  históricos  no  se  refería  a  la  veracidad  y  a la  exactitud  de  los  hechos  ―pues  se escribía sobre acontecimientos públicos, conocidos por gran parte de la sociedad―, sino, más bien, a la obligación de relatar hechos significativos por su carácter  ejemplar.  Los modelos épicos a los que parece aludir la cita de Cicerón pueden, por sus características formales,  atraer  de  forma  más  efectiva  a  los  receptores  de  los  textos  y,  por  tanto, cumplir  mejor  con  su  función  moralizante  a  pesar  de  que  acostumbren  a  referirse  a sucesos  legendarios  ―que,  no  obstante,  suelen  partir  de  una  base  real―.

El afán de la epopeya clásica, a medias entre lo moralizante y lo historiográfico, no deja de desnudar el alma humana y su obsesión con el conflicto como modus vitae. Convertida en un lugar común a lo largo de los siglos, la interpretación de la guerra con

un acto heroico subraya su condición inevitable. El fenómeno bélico es interpretado así

como un acontecimiento del que nadie es capaz de sustraerse, como una prueba con la

que necesariamente hay que enfrentarse y como una forma de acción valerosa que

revela la esencia de la vida y del hombre. Tendrá que pasar el tiempo para que empecemos a cambiar el

tratamiento de los conflictos en poesía. Para que pase del canto al grito. Eso será en los siguientes capítulos.

¿Adónde vas, mujer?,

me gritó el soldado.

Voy a por leche para el bebé,

le contesté.

Guárdate de las bombas,

necia.

¿no ves que el cielo está ardiendo?

Yo no veo fuego,

soldado,

por fin le grité.

Solo veo miedo,

arriba y abajo.

Desde donde yo miro

solo hay terror emplomado

y manos de pezón seco

con las palmas hacia arriba.

Aquí no llegan las bombas,

soldado,

porque no caben entre

entre los campanarios reventados

y los tejados de sangre.

No me grites, soldado,

por dios,

que ya grita mi nene

tan alto

que hiede a pólvora su llanto

y los oídos me chillan

como lunas oscuras

dando latidos de leche agria.

©Rosa Galdona.


[1] Se refiere este término a la figura antagónica del héroe, el soldado fanfarrón o mercenario, en alusión a una de las obras más conocidas del dramaturgo latino Plauto titulada así (Miles gloriosus).

[2] MARTÍNEZ, Jesús  Felipe  (2003):  “Si  hay  alguien  más  abyecto  que  el  verdugo  es  el ayudante del verdugo”, República de las letras: revista literaria de la asociación colegial de escritores, 79, pp. 137-148.

[3] BALLÓ, Jordi, y Xavier PÉREZ (2003): La semilla inmortal. Barcelona, Anagrama.

[4] WEIL, Simone (1941): “La Odisea, o el poema de la fuerza”, ensayo traducido de la autora en http://hjg.com.ar/txt/sweil/sw_iliada.html

[5] CICERÓN, “A  sus  amigos”,  incluido en  J.  C.  Fernández  Corte  y  A.  Moreno  Hernández, eds., Antología de la literatura latina. Madrid, Alianza, 1996, pp. 210-212.

Puedes leer mi artículo anterior en este enlace: El sujeto femenino en poesía.

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