Hubo una época en la que los días y los años transcurrían lentamente. Los niños disfrutaban de tres meses de verano, jugaban en las calles y plazas y los adultos conversaban entre ellos. Había tiempo. En la estación de lluvias había momentos para contemplarla y ver cómo inundaba los campos y el agua acumulada corría por los barrancos para deleite de los pequeños; en primavera podíamos ver brotar la vida de entre los surcos y con la llegada del verano, el tórrido sol nos aplastaba sobre la tierra y nos hacía dormitar y… En otoño había que proveerse de alimentos para el nuevo invierno.
Ahora, en este siglo XXI, la vida gira y gira a una velocidad mareante. Ya no hay tiempo para casi nada. Los niños no juegan, salen de clase y van a entrenar, a tareas extraescolares y, deprisa, sin apenas tiempo para la ducha y la cena recuerdan con disgusto que tienen los deberes sin hacer y al día siguiente tendrán un control de matemáticas, y así un día y otro; ir a comer con los abuelos se convierte en una misión imposible. El ritmo de los mayores no es menos frenético, los papás no recuerdan cuándo fue la última vez que pudieron holgazanear un domingo por la mañana.
Con frecuencia oímos decir que el colegio está para instruir y que la educación se recibe en casa. Como madre y como observadora, puedo asegurar que los niños están más con los profesores que con los papás. El profesorado, como individuo de este sistema y trabajador por cuenta ajena, sufre de los mismos males que el resto de padres y trabajadores. Todo esto viene a cuento porque los niños de hoy, con tantos adelantos técnicos y avances de todo tipo, no están preparados para resolver el día a día si se viesen necesitados, porque no saben gestionar ni lo más elemental de sus necesidades básicas de supervivencia. En casa, los padres no encuentran el momento para instruirlos y en el colegio no se les prepara para ello. Pocos son los niños y jóvenes que saben prepararse una comida, hacer una cama, coser un botón, subir un vuelto, poner a funcionar una lavadora o un lavavajillas, ¿cuántos podrían sobrevivir llegado el momento? No se sabe, pero se sospecha que son muy pocos.
Sería bueno y deseable que se crearan una o dos horas de clase a la semana para enseñarlos a cocinar platos sencillos. Para organizar una despensa básica de supervivencia, una lista de la compra con artículos imprescindibles, nociones de nutrición para erradicar en lo posible la llamada comida basura tan dañina para la salud, saber qué se debe tener siempre de reserva, y muchas otras nociones tan necesarias para una vida sana. Desde aquí hago un llamamiento a los padres y profesores para que esta idea llegue a los colegios e institutos y se ponga en práctica para el bien de todos.
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