Textos Tertuliacte (Tertulia en la Orden del Cachorro, 26 de marzo de 2025)
“Cuando estoy rodeada de niños no adopto la postura de una científica, de una teórica. Cuando estoy con niños soy nadie, y no hay mayor privilegio para mí que olvidarme de que existo, pues esa es la única manera de ver cosas que me perdería si fuera alguien, cosas pequeñas y simples, pero que constituyen verdades preciosas”.
María Montesori
DE REOJO
© José Javier Santana Santan
Hay miradas que hablan sin hablar, desde el silencio o la distancia, desde una flor o una lágrima, desde una sonrisa o la ausencia, desde la imaginación o la cautela, desde el lado más oscuro o el paisaje lejano, desde el aire o el recuerdo; todas ellas miradas atentas, que vigilan y llevan consigo la palabra vida, motivo o existencia. La noche y el deseo; la pasión y el desatino. El verso en la poesía, la poesía en el verso. ¿Y la mirada del mar? ¿Cómo me mira el mar? ¿Y las gaviotas? ¿Acaso se detienen en su mirada? Ellas son las miradas en las que no me veo, miradas que han quedado atrás, olvidadas, atrapadas en el tiempo. ¡Cuánto no me hubieran querido contar! Y eso es sólo el mar o las gaviotas. ¿Y la angustia? ¿Cómo me miró? ¡No! Apenas tuve tiempo para detenerme en ellas. Miradas infinitas que se guardaron en mi silencio, la soledad, el camino y el despertar. Y hoy me sigo preguntando: ¿Qué fue de mi mirada ausente?
Dicen que nunca es demasiado tarde, hasta que todo acabó. Que la oportunidad aguarda por quien espera, hasta que la vimos pasar y se fue. Que no hubo mal que por bien no fuera, hasta que el mal se dio la mano con el bien y ya nunca se supo de ellos. Que la esperanza es lo último que se pierde, hasta que se extravió y aún se sigue buscando. Que pensar en negativo no lleva a nada positivo, y ahí se dejó ver el imán. Las frases hechas hay que componerlas para descomponerlas; porque no hubo invento que antes no estuviera en la mente del buen inventor.
SE VEÍA VENIR
© Aurelio V. Lorenzo Casimiro
Me di cuenta de que Federico ya no me amaba cuando nos fuimos a dormir. No piensen que fue por esas cosas que tanto escuchas repetir en cualquier parte. Tampoco fue porque el coche olía a un perfume que no era el que yo usaba. En realidad, fue por como me preparaba el carajillo. Sí, el carajillo.
Él sabía como lo tomaba: café, un dedito de whisky agachado, una cucharada de azúcar, y un trocito pequeñito de cáscara de naranja. Así me gustaba. Quizá porque de esa manera se lo hacía papi a mamaíta. Sabía que había que calentarlo en el microondas, porque me gusta echando fuego. Siempre lo acompaño de unas almendras amargas. Lo de las almendras, es una costumbre que llevo en el alma desde mi niñez. Horas y horas de conversaciones con mi bisabuela Maye en el barrio marinero de San Cristóbal. Aquellas conversaciones junto a ella, hicieron de aquel fruto, todo un manjar. Suponían tanto para mí aquellas almendras, que en cuanto pude, me compré un aparatito que me permitía envasarlas al vacío.
La otra debilidad, el carajillo, lo tomaba siempre de noche y en taza mediana, porque si tomo un carajillo muy grande no duermo y si tomo uno chico, la sensación es que el día, no ha sido pleno. Después de la cena: carajillo y almendras, van y vienen. Y mientras, vemos una serie japonesa de Netflix. Federico no toma. A él no le gusta el alcohol tan tarde, pero siempre me lo prepara con mimo. O eso pensé. Me dejó creída desde que comenzó lo nuestro diciéndome con tono enamorado: -seré tu barista personal todas las noches. Y así lo venía haciendo desde hace años, pero la semana pasada, me van a disculpar la expresión: -se fue todo pal carajo.
El lunes, preparó una cafetera entera y la dejó en la nevera para ahorrar tiempo. No me avisó, y yo, por la mañana, abrí la nevera para coger el desayuno y me encontré la cafetera. Estaba ahí, pero con las prisas, no le di importancia, pensé que había sido un descuido, hasta que el martes me sirvió café de un termo que llevaba guardado en el garaje hacía más de diez años. Menos mal que nunca se usó. Cierto fue que no me quejé, porque lo había calentado en el microondas y por lo menos estaba caliente. El miércoles volvió a servirme el carajillo del termo. Esta vez lo calentó menos tiempo, mientras usaba el móvil de la manera que todos sabemos que lo usan los que está escondiendo algo. El jueves se olvidó el azúcar y las almendras: pero callé. Lo indudable era que toda la semana el café se volvió más frío y amargo. Las almendras brillaban por su ausencia y, el recuerdo de mi bisabuela, era lo único que crecía. Su indiferencia, era notoriamente más grande. No me molesta que no me prepare el carajillo. Me molesta que no tenga la suficiente hombría para decirme que me dejó de querer y en vez de eso ahora se dedique hacer porquerías frías y peor aún, faltar a su palabra haciendo todo con poco amor. Me dice que está todo bien, que no me preocupe, pero él sabe que yo sé que no es así, que está todo, rematadamente mal.
Llegó el lunes y ni siquiera ha preparado el café. Mientras pienso como le "preparo la maleta", me he servido el carajillo como a mí me gusta. Ahora él está alerta, por algo será.
Con la boca medio cerrada, ofrece su ayuda, y yo le digo que no, que no la necesito, incluso le pregunto si le apetece algo, a lo que queda extrañado. Federico se ha dado cuenta de que yo, lo sé todo.
Al día siguiente, martes, al llegar del trabajo, él solito hizo las maletas, no fue necesario que yo le pidiera absolutamente nada. Me dejó una nota fría en la nevera, y no era porque el electrodoméstico sirviera para tal fin.
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